31 julio, 2012

Encontraba mi lugar en el firmamento entre sus brazos cuando él susurraba mi nombre.


Hubo tres razones que se confabularon contra mí para que acabara completa, irrevocable e irremediablemente enamorada de Connor McAlan.
La primera, indudablemente, fue su altura.
 Cuando lo conocí, fue lo primero que llamó mi atención de forma inmediata sobre él. Es cierto que el pub estaba casi vacío (aún era demasiado pronto para que la clientela abarrotara el pequeño espacio), pero, aun así, su estatura consiguió captar mi mirada casi al instante, como si sus casi dos metros fueran un imán para mi hormonas femeninas.
Debo reconocer que siempre he sentido una atracción especial, un cosquilleo en las costillas, los nervios a flor de piel, por los hombres altos. Los adoraba. Que me agarraran el mentón con sus manos ásperas y masculinas para levantar mi rostro hacia el suyo y fundirse con pasión contra mis labios, que solían a estar a la altura de su barbilla o un pelín más abajo. Porque yo, la verdad, medía un metro ochenta y dos. Alta para una mujer, pero era la sangre rusa de mi madre, de la que también había obtenido el largo cabello rubio y los ojos azul claro, de un tono que se acercaba peligrosamente al transparente del océano en pleno día de verano. Lo que no había heredado de ella era el idioma, pues había muerto antes de pudiera enseñarme las bellas palabras del ruso, con su entonación nórdica que me parecía tan íntima. Sabía algunas, que mi abuela se había molestado en enseñarme, pero no las suficientes para una conversación. Mi padre, inglés de nacimiento y orgulloso de serlo, me había educado en su tierra natal y en su lengua universal. No niego que fuera más útil, pero había perdido la oportunidad de perderme en el acento ruso que traía consigo un escalofrío de tormenta de nieve.
Y allí estaba yo. Una inglesa con raíces rusas y una piel lechosa que me delataba como extranjera a ojos de cualquiera, perdida en Edimburgo con dos amigas en un viaje de fin de curso. El viaje de nuestras vidas, solíamos decir. Liberarnos del yugo de la imposición de estudiar año tras año. ¡Nos habíamos licenciado en la carrera! ¡Aprobadas! ¡Listas para enfrentarnos al mundo! Pero, antes que nada, nuestro viaje.
Habíamos elegido Escocia. Bueno, en realidad había sido Julie.
Había sido tres años antes. En mi habitación de Londres, con la música de la radio sonando de fondo. El presentador anunciaba algún éxito que pasaría de moda pocas semanas después. Las tres estábamos tumbadas en mi cama mirando al techo y charlando sobre cosas sin importancia, como solíamos hacer. Vivíamos juntas en un pequeño piso de dos habitaciones, compartiendo cama y una gata, a las que habíamos llamado Autumn, porque tenía los ojos del color de las hojas ocres que caen de los árboles en esa estación.
Autumn también estaba con nosotras, tumbada encima de Elizabeth (más conocida como Lissa). Ronroneaba mientras yo no dejaba de acariciarla. Charlábamos del tiempo, permanentemente gris en la capital inglesa; de las clases de cada una, de los amores frustrados, de los ligues futuros, del sexo seguro, de los planes del siguiente verano. Y, de pronto, Julie se sentó y gritó ¡un viaje!
La miramos sin comprender nada. Julie era, por naturaleza, nerviosa. Apenas era capaz de mantenerse quieta más de dos segundos y tenía un extraño tic que consistía en morderse las mejillas por dentro cuando se impacientaba. Además, era una completa adicta a las novelas románticas. Quizá este dato parezca irrelevante, pero no lo es. No lo es porque muchas de ellas tenían lugar en la remota Escocia, donde los bárbaros luchaban contra los ingleses por el amor de una dama.
-          ¡Un  viaje, las tres juntas! – repitió.
-          No tenemos ni un duro, Julie – repliqué frunciendo el ceño. Mi padre apenas podía costearme la universidad y yo contribuía con un trabajo a media jornada de camarera en el Starbucks, así que no me podía plantear un viaje.
-          Lo sé, lo sé. – Se mordió las mejillas. – Entonces no ahora. Lo haremos… ¡cuando terminemos la carrera! Faltan tres años, podemos ahorrar hasta entonces.
-          Eh, no es un mal plan – dijo Lissa, también sentándose como muestra de apoyo. Resoplé. Dos contra una.
-          No sé…
-          Oh, vamos, Astrid. Reuniremos el dinero entre las tres. – Los ojos de Lissa centellearon de emoción. Se apartó un mechón negro de los ojos. - ¡Venga! ¡Por favor!
Simulé que lo pensaba. En realidad, a mi también me hacía mucha ilusión. Nunca había viajado, excepto a Moscú con mi padre para visitar a la familia que habíamos dejado allí. Gruñí un poco, fingí estar contrariada, las obligué a suplicarme. Autumn maulló en señal de acuerdo. Finalmente, me reí y acepté.
Luego, Lissa preguntó nuestro futuro destino. Al principio, pensamos en Nueva York. ¡América, América! Demasiado caro, concluimos tres segundos después. ¿Grecia? No entendíamos el idioma. ¿Francia? Ellas ya habían estado allí apenas unos años antes.
¡Escocia! Gritó Julie. Nos miró, emocionada.
-          ¿Escocia? – preguntamos sorprendidas Lissa y yo. Intercambiamos una mirada de extrañeza.
-          ¡Sí, sí! – Dio dos saltos en la cama. – Escocia. País de nobles guerreros, de bellas historias de amor. Un pasado precioso, castillos medievales por todas partes, ruinas, bosques, ¡verde! Y hombres. No demasiado lejos, pero desconocido, exótico. ¡Y el idioma no es problema!
Escocia, decidimos.
Y así, tres años después, había acabado en un pub de Edimburgo, sentada a una mesa con mis dos mejores amigas, recién diplomada en la carrera de periodismo, perdida contemplando los casi dos metros de un atractivo desconocido. En realidad, su espalda. Pero era más que suficiente para que me imaginara clavando las uñas en ella.
El segundo punto que contribuyó a robarme la cordura fue su acento. Su duro y brutal acento escocés, que marcaba el inglés de un modo inconfundible y pasional. Parecía acariciar cada palabra, exagerando las erres. Y cada uno de sus Astrid, oh, sweet Astrid me provocaba una descarga en la columna vertebral, porque mi nombre en sus labios se convertía en pura magia. Lo llenaba de una vida, de una pasión que nunca antes había apreciado en sus sílabas. Me impulsaba al nivel del resto de estrellas, encontraba mi lugar en el firmamento entre sus brazos cuando él susurraba mi nombre entre beso y beso, marcando mi cuerpo con el tacto de sus manos ásperas, como a mí me gustaban.
Aunque yo no me podía imaginar aquello cuando me acerqué a la barra a pedir una segunda ronda de whisky’s con coca-cola. Él estaba allí, hablando con el camarero. Me fijé en él, loca por conocer su rostro.
Él me miró, con una media sonrisilla traviesa en los labios.
 Y acabé perdida en la profundidad de sus ojos ligeramente verdosos, ligeramente castaños. Taquicardia en menos de una milésima de segundo. Me ruboricé, aparté la mirada. Tartamudeé el pedido al camarero, que se río con poco disimulo.
Apenas nos separaban cinco centímetros y podía sentir sus ojos en mi rostro, fijándose en cada rasgo como un crítico que admira una obra, valorándola en silencio.
Lo miré de reojo. Él no apartó la vista al saber que me había dado cuenta de su escrutinio.
-          ¿Pasa algo? – conseguí decir con voz firme. Estuve a punto de atragantarme con la vergüenza, pero logré parecer indiferente.
-          Solo te admiraba, luv.
-          ¿Cómo si fuera un cuadro? – repliqué a la defensiva, enarcando una ceja. Estaba acalorada. Por su culpa. Por sus ojos de un color indefinido, por su maldito metro noventa y siete, su olor salvaje a madera y por su sensual acento.
-          Como si fueras una obra de arte. Hermosa. – Él sonrió abiertamente y bebió un trago de su whisky.
Me mordí el labio, cogí las bebidas y me fui antes de que acabara tirándome encima de él. No quería parecer una loca desesperada sexual en un país que no era el mío.
Esa noche, terminé en la cama de Connor McAlan, por supuesto. Me perdí y me encontré (varias veces) entre sus sábanas. Él me besaba por todas partes; sus manos bajando por mi espalda, su nariz recorriendo la línea de mi clavícula, su lengua en el lóbulo de la oreja. Me aferré a él para no dejarme llevar por la locura, por la lujuria. Mordisqueé sus labios, le rodeé la cintura con las piernas, me pegué a su torso desnudo.
El amanecer nos sorprendió despiertos, aun fundidos al otro. Me dormí entre sus brazos y, a la mañana siguiente, él me enseñó en privado sus partes favoritas de Escocia, las que no salían en las guías turísticas y que solo conocían los nativos del lugar. Las partes más hermosas, las que de verdad quitaban el aliento y mostraban la magia real de aquellas tierras antiguas. Julie tenía razón. Contenían una enorme cantidad de historias que merecían la pena ser escuchadas.
Con la cámara pegada a las manos, le perseguí por campos, castillos, zonas derruidas por el tiempo y las guerras, un lago de aguas profundas. Fotografié la belleza desconocida de Escocia que el me mostraba como una confidencia. Solo a mí, cogiéndome de la mano, susurrándome al oído Astrid, sweet Astrid, una y otra vez, y besándome de un modo que me hacía olvidar cómo mantener los pies en el suelo.
Pero eso no fue la tercera razón de que me enamorara irracionalmente de Connor, aunque influyó, claro. Cada detalle que conocía de él influía. Su pasión por la pintura, su gusto por la música rock, la forma en la que sonreía siempre, sin razón aparente. Y sus bromas, sobre todo su sentido del humor.
La tercera razón llegó, como un puñal en mi corazón, el día en el que el avión me llevaría de regreso a Londres. Había pasado en aquel país, tan cercano y, a la vez, tan lejano del mío, dos semanas. Julie y Lissa me habían compartido con Connor. Él nos había presentando a algunos de sus amigos, habíamos visitado el país todos juntos. Nos habían enseñado a beber en Escocia, los mejores sitios para comer y cómo bailar en una ruidosa taberna.
Habíamos llegado siendo tres jovencitas inglesas tranquilas y educadas, pero nos marchábamos siendo tres salvajes medio escocesas que reían demasiado alto y se burlaban de la vida. Había sido, efectivamente, el viaje de nuestras vidas.
La tercera razón llegó en la despedida. Quizá fueron sus ojos, que mostraban una auténtica pena aunque su rostro siguiera sonriendo. Quizá fuera la forma en la que agarraba por los hombros, apretándome ligeramente, casi impeliéndome a quedarme.
Probablemente, fueron sus palabras. Cuando me miró, suspiró con desgana y murmuró:
-          Astrid, sweet Astrid, vuelve. – Había esperanza en su voz. – Vuelve una vez más conmigo. Porque sé que te voy a echar de menos desde que te subas a ese avión hasta que vuelva a sostenerte entre mis brazos.
Sí, seguramente fueron sus palabras las que acabaron de enamorarme. Aunque, sinceramente, yo apostaría que fue el beso desgarrador que las acompañó, y que se llevó un fragmento de mí, que se quedó en Escocia para siempre, junto a Connor. Un beso que gritaba a los cuatro vientos un te voy a echar de menos y que suplicaba un vuelve pronto. Un beso que prometía un te esperaré.
Y yo le devolví el beso, entrelazando las manos detrás de su nuca, tres centímetros por encima de mí. Mi beso le respondió con un no te olvidaré.
Y mis lágrimas fueron una constatación del volveré a por ti que no pronuncié en voz alta, pero que quedó grabado a fuego en ambos.
Goodbye, sweet Astrid.

Este texto sí que lo he escrito con ganas. Con muchas ganas. Me he enamorado de Connor junto a Astrid, he acariciado a Autumn, he cogido el avión y me he perdido en Escocia con Lissa y Julie. He sentido una vez más mis palabras, aunque quizá solo las sienta yo. Pero bueno, no me arrepiento. 
Yo también quiero viajar a Escocia y encontrar un metro noventa y siete de sensual acento, claro. Pero no todos tenemos la misma suerte.
Quiero añadir algunos detalles sobre la historia que le dan ese regusto especial.
Astrid significa, en griego, estrella. Y luv es la pronunciación cerrada de un "love" que se queda clavado en las vértebras. 
¿Sabes qué? Hoy incluso tengo canción. La que me ha inspirado. También le debo mucho a un amigo que me ha ayudado con el tema del acento escocés y de la creación de Astrid. Aunque él no leerá esto, se lo agradezco igual.
Summer paradise. Goodbye, sweetie. See you soon.

1 comentario:

  1. Club de fans de Desirée1 de agosto de 2012, 11:30

    Vaya hombre, hoy pones canción pero no puedo escucharla ahora mismo. Prometo escucharla cuando llegue a mi casa >.<
    Respecto al texto, me encanta, ya eres tu misma escribiendo,se podría decir que tu chispa a vuelto. Me he enamorado de Astrid, del nombre, de todo.
    El final me encanta >w< !!! es super...no cursi,si no ¿emotivo? Los últimos párrafos me chiflan *__*
    Pero ya hablaremos de esto, tengo algunas dudillas que puede tener cualquiera xD

    Yui*

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