16 julio, 2012

Disfruta la vida a cada instante. Nunca sabemos cuál será el último.


Los rayos del sol iluminaban cada rincón del jardín de un modo que resultaba ofensivo.
Realmente, nunca me había gustado demasiado la lluvia. Pero, en aquel instante, necesitaba las pequeñas gotas cayendo del suelo y empapando al grupo de personas vestidas de un negro riguroso que se reunían en mi jardín, hablando en voz baja con una falsa voz afligida.
Necesitaba la lluvia, que siempre me había inspirado una enorme tristeza, melancolía, angustia. Necesitaba que el mundo se llenara de todos esos sentimientos negativos con la presencia de las lágrimas constantes de las nubes, para que el profundo dolor que se había instalado en mi caja torácica fuera compartido por el resto del mundo.
Apoyé la palma de la mano en el cristal y deseé con toda la fuerza de mi alma herida que lloviera. Que se apagara el brillo del sol, oculto para siempre tras las negras nubes de tormenta.
Y, quizá, con un poco de suerte, todos aquellos malditos hipócritas desaparecían con el arrecio del mal tiempo. Se irían de mi casa, llevándose con ellos sus dulces palabras de consuelo, que me provocaban arcadas y unas terribles ganas de matar. Siempre tenía que agachar la cabeza para evitar que vieran las tendencias homicidas en mi mirada y guardaba los puños, firmemente cerrados, tras la espalda. Eso me confería un aspecto triste, que era lo que se esperaba de mí en aquellos momentos, en lugar de esos terribles impulsos de desmembrar a todo aquel que pronunciara un “no sabes cuánto lo lamento”. Tenía ganas de hacer que lo lamentaran de verdad, que sus palabras no estuvieran vacías después de todo. Era un sentimiento egoísta, pero deseaba que todos los seres humanos compartieran la agonía que sufría a cada instante, solo para que dejaran de decir estupideces como “comprendo lo que estás pasando”.
Cerré los ojos. No había derramado una sola lágrima desde el accidente. La enorme pena se había instalado debajo del pulmón izquierdo en su mayoría, aunque se había repartido sobre todo por el pecho. Luego, sentía las punzadas a lo largo de todo el cuerpo, como agujas torturando mi piel. Sabía que no había ningún síntoma físico real, solo la terrible angustia que sufría mi mente, que se transformaba en el dolor. Y aun así, no era capaz de llorar, por lo que me era imposible liberarme de toda aquella aflicción. Quizá fuera mejor, probablemente lo deseara. Porque aquel sordo dolor de mi pecho me recordaba cada instante que lo sucedido era real, que no era una pesadilla de la cual poder despertar.
Había habido un accidente. Una semana atrás, en la carretera de Middle West, en el kilómetro 32. Aquel día, sí llovía, lo que había desencadenado la desgracia. Eso, unas ruedas un poco gastadas y un coche circulando demasiado rápido.
En mi mente, podía reproducir una y otra vez los últimos instantes de la vida de mis padres, aunque no hubiera presenciado su muerte con mis propios. Podía imaginarlos sentados en la parte delantera del Audi, hablando y riendo, escuchando música en voz baja acompasada con el sonido de la lluvia tamborileando en los cristales. A mamá siempre le había gustado la lluvia. Qué ironía, supongo.
Podía imaginarlos llegando a la curva, demasiado cerrada. Papá desaceleró un poco, por precaución, pero el coche que venía de frente no lo hizo. Se tropezaron en la curva, en el punto más peligroso de la carretera. Aunque posiblemente “tropezaron” no fuera la palabra adecuada. Los coches chocaron. Mamá gritó. Papá maldijo e intentó controlar las ruedas, que patinaron por el mojado asfalto. El coche resbaló y resbaló, hasta precipitarse pendiente abajo, aún con la música sonando, probablemente el recopilatorio de música de los 80 que le había regalado a mamá por su cuadragésimo cumpleaños. Y, como acompañamiento en los últimos instantes antes de que el coche acabara en el fondo del barranco, destrozada y aplastado por todos lados, serían los gritos de mis padres, ambos sabiendo que se precipitaban rápidamente hacia la muerte. Estoy casi segura de que el último pensamiento que pasó por sus mentes aterrorizadas fue el miedo por mí, una huérfana de diecisiete años con problemas con las matemáticas y la tendencia a teñirse el pelo de colores estridentes. Aunque, una parte de mí, la parte que representa a la niña asustada que en el fondo sigo siendo, espera que, en realidad, sus últimos pensamientos se los dedicaran el uno al otro. Que se cogieran de las manos mientras volaban hacia el final y se miraban a los ojos, con todo el amor que sentían desbordándose de su mirada.
Por las noches, cuando el insomnio llama a mi puerta (como todos los días de la última semana), pienso eso. Recuerdo lo mucho que se amaban y que ahora, estén donde estén, estarán juntos. Tan inseparables como lo fueron desde el día que se conocieron.
A veces, eso alivia el dolor insoportable de mi corazón. Pero, a menudo, no.
Los golpes en la puerta, a mi espalda, no me sobresaltaron. Mi tía Ruth llevaba tocando cada veinte minutos con la esperanza de que abriera y le permitiera abrazarme y acariciarme el pelo mientras me decía monótonas frases de consuelo que no mitigaran ni un ápice lo que sentía. Pero yo me negaba en rotundamente a dejarla entrar, no solo en la habitación, si no en mi vida. De algún modo, eso sería asumir la pérdida de una forma en la que no estaba preparada. Solo quería quedarme sentada en la que había sido la cama de matrimonio de mis padres y regodearme en mi sufrimiento. Sola.
Otros golpes sonaron a mi espalda. Esta vez sí me sorprendieron, porque no habían pasado veinte minutos. ¿Se estaba volviendo Ruth más insistente? La conocía lo suficiente para dudarlo. Tocaba porque creía que era lo correcto, no porque deseaba reportarme consuelo realmente. Por eso, se obligaba a hacerlo tras un determinado tiempo, para sentirse bien consigo misma, como si fuera su buena obra del día.
Golpes rápidos, insistentes.
-          Sam, o me abres, o echo la puerta abajo. – Tardé más de cinco segundos en reconocer la voz, simplemente porque no la esperaba. ¿Quién se la había dicho?
Me levanté y fui a abrir la puerta, sabiendo que sería capaz de cumplir su amenaza. Siempre cumplía, hasta cuando me miró a los ojos y me dijo que cogería la manzana más alta del árbol si la quería, cuando teníamos cinco años.
Sonreí un poco más al recordar otra de sus tantas promesas. Tendríamos nueve años cuando me cogió de la mano, me arrastró lejos de mi grupo de amigas y, mirándome a los ojos, me dijo que nunca le gustaría otra niña que no fuera yo. Recuerdo el modo en el que me ruboricé, mi exclamación de sorpresa y de vergüenza. Las palabras entrecortados. Él sonrió, contento con haberme hecho llegar el mensaje, y se marchó dejándome boquiabierta.
Abrí la puerta finalmente. Él estaba allí, tan alto como siempre. Con los mismos ojos color aguamarina, los mismos labios fruncidos. También iba vestido de negro, pero esta vez no me asaltaron instintos asesinos. Con él, no. Era la única persona del mundo capaz de verme tal cual era y quererme. La única persona que de verdad podía comprender mi pena.
-          ¿Cómo te has enterado? – susurré. No le había contado ni una palabra de lo sucedido, porque no quería ver lástima en sus ojos, ni que él me viera pálida y ojerosa, con el pelo sucio tras días sin fuerzas para ducharme. Ahora solo era una leve sombra de quien había sido. La muerte de mis padres me había arrebatado partes demasiado importantes de mi vida, partes de mí misma sin las que tendía a la auto-destrucción.
-          ¿En serio esperabas que no me enterara? – Entrecerró los ojos y bufó, furioso. Me sorprendí al no ver en sus ojos nada de aquella compasión que tanto odiaba inspirar en los demás. Pero él era él. El único capaz de mirarme con rabia en aquellas circunstancias. – Cuando no contestaste a mis llamadas durante una semana, llamé a tu tía. Y ella me lo dijo todo. ¿Por qué coño no me lo dijiste, Sam? – Apretó la mandíbula.
-          No quería… no quería que me vieras así. Y… no quería decirlo… porque… porque… - me miré los zapatos, intentando tragarme el nudo de mi garganta – decirlo en voz alta significaba admitir que era cierto.
-          Pero… pero… ¡Aun así! – Levanté la vista hacia Jack. Una lágrima recorría su mejilla. Era la primera vez que lo veía llorar. - ¡Ellos también eran mi familia! Puede que no mis padres, pero… pasé tanto tiempo en esta casa durante los últimos diez años, que tenía derecho a saberlo. Saber que se habían ido.
Entonces, caí en la cuenta. Jack también sufría por la muerte de mis padres. Había estado tan centrada en mi propio dolor, que me había olvidado que el resto del mundo también lo sentía. Que mi tía Ruth ahora tenía a su única hermana a varios metros bajo tierra. Que mi abuelo Nicholas había perdido a su hijo. Que Jack había perdido a parte de su familia.
Sí, quizá yo fuera a la que más le doliese aquella pérdida, pero no era la única que sentía el desgarrador dolor de su ausencia. Ellos también los echaban de menos. Ellos tampoco volverían a disfrutar de su risa, de sus sándwiches tostados, de los domingos en la playa con toda la familia. Se habían ido. Todos estábamos condenados a su ausencia.
Miré a Jack a los ojos y el dolor en el pecho fue sustituido un poco por la culpa ante mis actos egoístas. ¿Cómo había podido callarme aquello? ¿Qué clase de persona no le contaría a su mejor amigo, a un miembro no carnal de su familia, a la persona que amaba, que sus padres habían muerto? Retrocedí un paso, asqueada de mí misma.
-          Lo siento, Jack. Dios, lo siento tanto. – Me costaba respirar. Apreté los labios e intenté recordar cómo se usaban los pulmones. Volví a sentarme en la cama, casi hiperventilando.
Él se arrodilló delante de mí, dejando su rostro a la misma altura que el mío. Posó una de sus manos, grandes, masculinas, bajo mi barbilla y obligó a nuestras miradas a encontrarse. Ya no había ni rastro de furia en sus ojos.
-          Eh. Tranquila. – Me colocó un mechón detrás de la oreja. – No te voy a prometer que todo irá bien, porque ambos sabemos que no es así. Se han ido y su ausencia nos pesará cada día. Pero… ellos querrían que continuaras con tu vida. Que siguieras adelante y aprovecharas cada experiencia.
Cerré los ojos y dejé que su voz, suave y tranquila, me meciera. Tenía razón. Mis padres siempre habían creído que debía vivir cada segundo, disfrutar la vida. Porque nunca sabes cuándo acabará. Eso decía mi padre.
Cuánta razón tenía.
-          Lo haré. Por ellos. Viviré cada instante, cada inspiración.
Jack sonrió, pero no había ni rastro de alegría en aquel gesto. Lentamente, me abrazó, estrechándome contra su cuerpo como si intentara protegerme de todo aquel sufrimiento. Pero el dolor provenía de mi interior, no de fuera. Y aun así, su proximidad, el calor de su cuerpo, el roce de sus labios en mi pelo, me reconfortó. Porque sabía que él estaba allí, conmigo, pasara lo que pasase.
Volví a contemplar la luz del sol a través de la ventana. En aquella ocasión, me alegré de verla. Parecía un rayo de esperanza en medio de la tormenta de mi interior.
Contemplé durante mucho rato la luz del sol, sin darme cuenta de las lágrimas que por fin había conseguido derramar sobre la camisa negra de Jack.

No estoy demasiada contenta con el resultado final. Pero, para volver a las andadas después de tanto tiempo sin escribir nada, creo que esta aceptable, ¿no? No sé. ¡Lo siento!
Al menos, una entrada es una entrada. Creo.
¿Opinión?

1 comentario:

  1. Te haré caso...es una mierda (ea,puedes matarme).
    No,ahora enserio,joder,mujercita Desirée, tampoco es tan malo como para llamarlo mierda.Quizás le faltó sentimiento...algo más desgarrador. A mi me gustó, tiene su encanto (Jack *-*), aunque obviamente no es de los mejores que has escrito (para mi gusto)...lo que sentí al leeerlo fue...que lo escribías como por obligación.
    Desde el principio pensé que murió la pareja del narrador (como haces siempre) y luego leo que mueren los padres..."¡Pues vaya chasco!¿A quién le importa?" pensé (lo siento si suena muy cruel xD).
    Quizá si hubieran muerto de un modo menos cotidiano...
    No me resultó tan...triste la situación...espera...esto suena cruel por mi parte...pero tú me entiendes,¿no? T.T

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