Los rayos del sol iluminaban cada rincón del jardín
de un modo que resultaba ofensivo.
Realmente, nunca me había gustado demasiado la
lluvia. Pero, en aquel instante, necesitaba las pequeñas gotas cayendo del
suelo y empapando al grupo de personas vestidas de un negro riguroso que se
reunían en mi jardín, hablando en voz baja con una falsa voz afligida.
Necesitaba la lluvia, que siempre me había
inspirado una enorme tristeza, melancolía, angustia. Necesitaba que el mundo se
llenara de todos esos sentimientos negativos con la presencia de las lágrimas
constantes de las nubes, para que el profundo dolor que se había instalado en
mi caja torácica fuera compartido por el resto del mundo.
Apoyé la palma de la mano en el cristal y deseé con
toda la fuerza de mi alma herida que lloviera. Que se apagara el brillo del
sol, oculto para siempre tras las negras nubes de tormenta.
Y, quizá, con un poco de suerte, todos aquellos malditos
hipócritas desaparecían con el arrecio del mal tiempo. Se irían de mi casa,
llevándose con ellos sus dulces palabras de consuelo, que me provocaban arcadas
y unas terribles ganas de matar. Siempre tenía que agachar la cabeza para
evitar que vieran las tendencias homicidas en mi mirada y guardaba los puños,
firmemente cerrados, tras la espalda. Eso me confería un aspecto triste, que
era lo que se esperaba de mí en aquellos momentos, en lugar de esos terribles
impulsos de desmembrar a todo aquel que pronunciara un “no sabes cuánto lo
lamento”. Tenía ganas de hacer que lo lamentaran de verdad, que sus palabras no
estuvieran vacías después de todo. Era un sentimiento egoísta, pero deseaba que
todos los seres humanos compartieran la agonía que sufría a cada instante, solo
para que dejaran de decir estupideces como “comprendo lo que estás pasando”.
Cerré los ojos. No había derramado una sola lágrima
desde el accidente. La enorme pena se había instalado debajo del pulmón
izquierdo en su mayoría, aunque se había repartido sobre todo por el pecho.
Luego, sentía las punzadas a lo largo de todo el cuerpo, como agujas torturando
mi piel. Sabía que no había ningún síntoma físico real, solo la terrible
angustia que sufría mi mente, que se transformaba en el dolor. Y aun así, no
era capaz de llorar, por lo que me era imposible liberarme de toda aquella
aflicción. Quizá fuera mejor, probablemente lo deseara. Porque aquel sordo
dolor de mi pecho me recordaba cada instante que lo sucedido era real, que no
era una pesadilla de la cual poder despertar.
Había habido un accidente. Una semana atrás, en la
carretera de Middle West, en el kilómetro 32. Aquel día, sí llovía, lo que
había desencadenado la desgracia. Eso, unas ruedas un poco gastadas y un coche
circulando demasiado rápido.
En mi mente, podía reproducir una y otra vez los
últimos instantes de la vida de mis padres, aunque no hubiera presenciado su muerte
con mis propios. Podía imaginarlos sentados en la parte delantera del Audi,
hablando y riendo, escuchando música en voz baja acompasada con el sonido de la
lluvia tamborileando en los cristales. A mamá siempre le había gustado la
lluvia. Qué ironía, supongo.
Podía imaginarlos llegando a la curva, demasiado
cerrada. Papá desaceleró un poco, por precaución, pero el coche que venía de
frente no lo hizo. Se tropezaron en la curva, en el punto más peligroso de la
carretera. Aunque posiblemente “tropezaron” no fuera la palabra adecuada. Los
coches chocaron. Mamá gritó. Papá maldijo e intentó controlar las ruedas, que
patinaron por el mojado asfalto. El coche resbaló y resbaló, hasta precipitarse
pendiente abajo, aún con la música sonando, probablemente el recopilatorio de
música de los 80 que le había regalado a mamá por su cuadragésimo cumpleaños.
Y, como acompañamiento en los últimos instantes antes de que el coche acabara
en el fondo del barranco, destrozada y aplastado por todos lados, serían los
gritos de mis padres, ambos sabiendo que se precipitaban rápidamente hacia la
muerte. Estoy casi segura de que el último pensamiento que pasó por sus mentes
aterrorizadas fue el miedo por mí, una huérfana de diecisiete años con
problemas con las matemáticas y la tendencia a teñirse el pelo de colores
estridentes. Aunque, una parte de mí, la parte que representa a la niña
asustada que en el fondo sigo siendo, espera que, en realidad, sus últimos
pensamientos se los dedicaran el uno al otro. Que se cogieran de las manos
mientras volaban hacia el final y se miraban a los ojos, con todo el amor que
sentían desbordándose de su mirada.
Por las noches, cuando el insomnio llama a mi
puerta (como todos los días de la última semana), pienso eso. Recuerdo lo mucho
que se amaban y que ahora, estén donde estén, estarán juntos. Tan inseparables
como lo fueron desde el día que se conocieron.
A veces, eso alivia el dolor insoportable de mi
corazón. Pero, a menudo, no.
Los golpes en la puerta, a mi espalda, no me
sobresaltaron. Mi tía Ruth llevaba tocando cada veinte minutos con la esperanza
de que abriera y le permitiera abrazarme y acariciarme el pelo mientras me
decía monótonas frases de consuelo que no mitigaran ni un ápice lo que sentía.
Pero yo me negaba en rotundamente a dejarla entrar, no solo en la habitación,
si no en mi vida. De algún modo, eso sería asumir la pérdida de una forma en la
que no estaba preparada. Solo quería quedarme sentada en la que había sido la
cama de matrimonio de mis padres y regodearme en mi sufrimiento. Sola.
Otros golpes sonaron a mi espalda. Esta vez sí me
sorprendieron, porque no habían pasado veinte minutos. ¿Se estaba volviendo
Ruth más insistente? La conocía lo suficiente para dudarlo. Tocaba porque creía
que era lo correcto, no porque deseaba reportarme consuelo realmente. Por eso,
se obligaba a hacerlo tras un determinado tiempo, para sentirse bien consigo
misma, como si fuera su buena obra del día.
Golpes rápidos, insistentes.
-
Sam, o me abres, o echo la puerta abajo. – Tardé
más de cinco segundos en reconocer la voz, simplemente porque no la esperaba.
¿Quién se la había dicho?
Me levanté y fui a abrir la puerta, sabiendo que
sería capaz de cumplir su amenaza. Siempre cumplía, hasta cuando me miró a los
ojos y me dijo que cogería la manzana más alta del árbol si la quería, cuando
teníamos cinco años.
Sonreí un poco más al recordar otra de sus tantas
promesas. Tendríamos nueve años cuando me cogió de la mano, me arrastró lejos
de mi grupo de amigas y, mirándome a los ojos, me dijo que nunca le gustaría
otra niña que no fuera yo. Recuerdo el modo en el que me ruboricé, mi
exclamación de sorpresa y de vergüenza. Las palabras entrecortados. Él sonrió,
contento con haberme hecho llegar el mensaje, y se marchó dejándome
boquiabierta.
Abrí la puerta finalmente. Él estaba allí, tan alto
como siempre. Con los mismos ojos color aguamarina, los mismos labios
fruncidos. También iba vestido de negro, pero esta vez no me asaltaron
instintos asesinos. Con él, no. Era la única persona del mundo capaz de verme
tal cual era y quererme. La única persona que de verdad podía comprender mi
pena.
-
¿Cómo te has enterado? – susurré. No le había
contado ni una palabra de lo sucedido, porque no quería ver lástima en sus
ojos, ni que él me viera pálida y ojerosa, con el pelo sucio tras días sin
fuerzas para ducharme. Ahora solo era una leve sombra de quien había sido. La
muerte de mis padres me había arrebatado partes demasiado importantes de mi
vida, partes de mí misma sin las que tendía a la auto-destrucción.
-
¿En serio esperabas que no me enterara? –
Entrecerró los ojos y bufó, furioso. Me sorprendí al no ver en sus ojos nada de
aquella compasión que tanto odiaba inspirar en los demás. Pero él era él. El
único capaz de mirarme con rabia en aquellas circunstancias. – Cuando no contestaste
a mis llamadas durante una semana, llamé a tu tía. Y ella me lo dijo todo. ¿Por
qué coño no me lo dijiste, Sam? – Apretó la mandíbula.
-
No quería… no quería que me vieras así. Y… no
quería decirlo… porque… porque… - me miré los zapatos, intentando tragarme el
nudo de mi garganta – decirlo en voz alta significaba admitir que era cierto.
-
Pero… pero… ¡Aun así! – Levanté la vista hacia
Jack. Una lágrima recorría su mejilla. Era la primera vez que lo veía llorar. -
¡Ellos también eran mi familia! Puede que no mis padres, pero… pasé tanto
tiempo en esta casa durante los últimos diez años, que tenía derecho a saberlo.
Saber que se habían ido.
Entonces, caí en la cuenta. Jack también sufría por
la muerte de mis padres. Había estado tan centrada en mi propio dolor, que me
había olvidado que el resto del mundo también lo sentía. Que mi tía Ruth ahora
tenía a su única hermana a varios metros bajo tierra. Que mi abuelo Nicholas
había perdido a su hijo. Que Jack había perdido a parte de su familia.
Sí, quizá yo fuera a la que más le doliese aquella
pérdida, pero no era la única que sentía el desgarrador dolor de su ausencia.
Ellos también los echaban de menos. Ellos tampoco volverían a disfrutar de su
risa, de sus sándwiches tostados, de los domingos en la playa con toda la
familia. Se habían ido. Todos estábamos condenados a su ausencia.
Miré a Jack a los ojos y el dolor en el pecho fue sustituido
un poco por la culpa ante mis actos egoístas. ¿Cómo había podido callarme
aquello? ¿Qué clase de persona no le contaría a su mejor amigo, a un miembro no
carnal de su familia, a la persona que amaba, que sus padres habían muerto?
Retrocedí un paso, asqueada de mí misma.
-
Lo siento, Jack. Dios, lo siento tanto. – Me costaba
respirar. Apreté los labios e intenté recordar cómo se usaban los pulmones.
Volví a sentarme en la cama, casi hiperventilando.
Él se arrodilló delante de mí, dejando su rostro a
la misma altura que el mío. Posó una de sus manos, grandes, masculinas, bajo mi
barbilla y obligó a nuestras miradas a encontrarse. Ya no había ni rastro de
furia en sus ojos.
-
Eh. Tranquila. – Me colocó un mechón detrás de
la oreja. – No te voy a prometer que todo irá bien, porque ambos sabemos que no
es así. Se han ido y su ausencia nos pesará cada día. Pero… ellos querrían que
continuaras con tu vida. Que siguieras adelante y aprovecharas cada
experiencia.
Cerré los ojos y dejé que su voz, suave y
tranquila, me meciera. Tenía razón. Mis padres siempre habían creído que debía
vivir cada segundo, disfrutar la vida. Porque
nunca sabes cuándo acabará. Eso decía mi padre.
Cuánta razón tenía.
-
Lo haré. Por ellos. Viviré cada instante, cada
inspiración.
Jack sonrió, pero no había ni rastro de alegría en
aquel gesto. Lentamente, me abrazó, estrechándome contra su cuerpo como si
intentara protegerme de todo aquel sufrimiento. Pero el dolor provenía de mi
interior, no de fuera. Y aun así, su proximidad, el calor de su cuerpo, el roce
de sus labios en mi pelo, me reconfortó. Porque sabía que él estaba allí,
conmigo, pasara lo que pasase.
Volví a contemplar la luz del sol a través de la
ventana. En aquella ocasión, me alegré de verla. Parecía un rayo de esperanza
en medio de la tormenta de mi interior.
Contemplé durante mucho rato la luz del sol, sin
darme cuenta de las lágrimas que por fin había conseguido derramar sobre la
camisa negra de Jack.
No estoy demasiada contenta con el resultado final. Pero, para volver a las andadas después de tanto tiempo sin escribir nada, creo que esta aceptable, ¿no? No sé. ¡Lo siento!
Al menos, una entrada es una entrada. Creo.
¿Opinión?
Te haré caso...es una mierda (ea,puedes matarme).
ResponderEliminarNo,ahora enserio,joder,mujercita Desirée, tampoco es tan malo como para llamarlo mierda.Quizás le faltó sentimiento...algo más desgarrador. A mi me gustó, tiene su encanto (Jack *-*), aunque obviamente no es de los mejores que has escrito (para mi gusto)...lo que sentí al leeerlo fue...que lo escribías como por obligación.
Desde el principio pensé que murió la pareja del narrador (como haces siempre) y luego leo que mueren los padres..."¡Pues vaya chasco!¿A quién le importa?" pensé (lo siento si suena muy cruel xD).
Quizá si hubieran muerto de un modo menos cotidiano...
No me resultó tan...triste la situación...espera...esto suena cruel por mi parte...pero tú me entiendes,¿no? T.T