31 octubre, 2011

Lay me down on a bed of roses.

  La sangre resbaló por sus brazos, espesa y caliente, recordando lo dolorosamente viva que seguía. Sufriendo. Sintiendo. Cerró los ojos una vez más y deseó con todas sus fuerzas que acabara ya, que los pensamientos dejaran de zumbar por su mente, que sus latidos, cada vez más tenues, cesaran, para nunca reemprender la marcha.
  Había puesto la música muy alta, por si se escapaba algún gemido lastimero de sus labios sellados, pero no había sido así. Aun así, los suaves acordes de If I die young le llenaban los ojos de lágrimas. Nunca le había gustado la música country, pero cuando halló aquella canción, supo que era esa, precisamente, la que quería que la acompañara en los últimos compases de su existencia. Porque también deseaba que la mandaran lejos con los versos de una canción de amor, como pedía la cantante en aquellos momentos.
  Lo más sorprendente fue que, durante aquellos segundos eternos, cuando el mundo se detuvo un instante antes de avanzar a toda velocidad hasta su final, no sintió miedo. No sintió nada. Porque estaba vacía, y llevaba demasiado tiempo así. Sus razones para seguir respirando se habían marchitado con la llegada del Otoño y, al igual que el resto de las flores del jardín, había decidido rescindir a la ciudad de su perfume, tan característico: ese toque de jazmín que cosquilleaba en la nariz.
  De todos modos, el Verano tampoco había sido alentador. Lo había perdido todo. A él. Y, si nunca más la iba a abrazar antes de acostarse juntos, observando la luna en cualquiera de sus fases a través de la ventana entreabierta, no tenía sentido mantener a su corazón bombeando sangre, porque, cada vez que lo hacía, el dolor la llevaba a la agonía.
  Sin él, estaba sola. Nadie se enteraría de su desaparición hasta que fuese demasiado tarde, quizá pasarían días. Y, mientras tanto, ella yacería en su cama, con la sangre enturbiando sus muñecas de porcelana y estropeando la colcha de rosas que él le había regalado.



Está inspirado en la letra de If I die young (The Band Perry), así que, si puedes, ¡échale un vistazo! :)

29 octubre, 2011

Es el destino, ¿sabes?


Solíamos montarnos en el coche y Summer siempre conducía. Bueno, había días en los que alegaba un resfriado en las muñecas, así que me pedía que la llevara yo a donde mis cambios de marchas quisieran. Yo sabía que era por la simple razón de que a ella no le quedaban ganas de decidir un nuevo destino y por eso sus excusas carecían de sentido.
Cuando ella conducía, nos pasamos horas dentro del coche, siempre, siempre, con las ventanillas bajadas totalmente. Gritábamos para hacernos oír por encima del viento y de la música a un volumen demasiado alto, pero a nosotros nos encantaba desgañitarnos la garganta para escuchar cada sílaba del otro. Aquellas horas en el coche eran la mejor parte del camino, el no saber hacia dónde nos dirigía ella.
La verdad que no sé qué tenía aquel lugar de especial. Era una especie de mirador, pero no daba a ninguna parte en especial. Podías oler la sal del océano, porque por debajo se extendía el acantilado más abrupto que jamás se había descubierto y las olas chocaban constantemente contra las rocas. Aparte de eso, aquel sitio no tenía nada de especial, pero Summer nos llevó hasta allí en más de una ocasión. Porque desde allí se podían ver los mejores atardeceres. O eso no se cansaba de repetir.
Aquel día llevaba un vestido fino, que dejaba a la vista sus piernas faltas de bronceado. Se había puesto los zapatos planos que le regaló su madre en la primera Navidad que se mudó a vivir a mi apartamento, donde ahora cada rincón desprendía su esencia.
Recuerdo a la perfección que se apoyó en la barandilla e inhaló con fuerza el perfume del mar, con los ojos cerrados y tatareando la última canción que había escuchado antes de salir de casa, una triste balada sobre el amor perdido.
Y, entonces, me miró con la sonrisa de los días soleados.
- Es el destino, ¿sabes? - me dijo, como si compartiéramos un secreto. - Es el que se encarga de dirigir todos nuestros pasos, el que controla nuestros caminos. Él se encargó de que desembocáramos en la cafetería de la calle Veintitrés ese lunes por la tarde, justo cuando el reloj dio las cuatro.
>> Tú podrías haberte ido al bar de al lado de tu casa y yo, al cine. O quedarnos ambos en casa, viendo la película que reponían. Pero no. Por alguna extraña razón, porque el destino nos lo susurró al oído, ambos fuimos a la cafetería de la calle Veintitrés. Yo llevaba este vestido. Y tú, esa camisa de cuadros que te pones en los días especiales.
- Porque me recuerda a ti, preciosa.
Ella se rió y dio una pirueta sobre sí misma. La contemplé, extasiado. Parecía un planeta girando sobre sí mismo, atrayéndome con la fuerza de su campo gravitatorio.
- ¡Es el destino! Ambos debíamos estar ahí, para tropezar cuando yo saliera del baño y tú, en ese instante, te dieras la vuelta con el café humeante. Para mirarnos a los ojos y murmurar una disculpa. Para invitarte a otro café. Para hablar durante cinco horas y cuarenta minutos sobre nada, reírnos, vernos reflejados en las pupilas del otro. Para enamorarnos. Teníamos que estar allí, para que hoy pudiéramos estar aquí, viendo un precioso atardecer más.
- Creo que tienes razón. Y si el destino se tomó tantas molestias, nosotros no deberíamos menospreciarlo.
- A eso me refería. Tenemos que pasar cada instante juntos, porque es lo que el destino quiere.
Sonreí. Solo Summer podía decir semejantes disparates con tantas verdades encerradas dentro, porque era cierto, ella y yo debíamos estar juntos cada atardecer.

25 octubre, 2011

Taquicardias a las nueve y cuarto.

  ¿Aún no te has dado cuenta? ¿En serio tengo que seguir esperándote?
  Llevo horas mirándote desde la mesa del fondo, con el mismo vaso vacío porque no puedo pagar otro, pero tampoco puedo irme hasta que te acerques hasta mí y me pidas mi número. No me vale que me lances miradas furtivas y sonrisas tímidas, quiero que vengas y me mires a los ojos.
  Ojalá pudiera hacerlo yo, sentarme en el asiento vacío a tu lado y preguntarte tu nombre, pero el pánico me paraliza las piernas y la respiración se me queda clavada en las costillas. Los latidos se me detendrán un instante, cuando eleves una vez más la vista de tu libro para mirarme a los ojos, quizá con una ceja enarcada por la curiosidad. Probablemente con los ojos chispeantes de esperanza. Pero las palabras no pasaran de mis labios, resecos. Mi garganta se colapsará. Y entonces, sufriré una taquicardia, volverá el miedo al rechazo que me corroe el corazón. Apenas podré hilar pensamientos, mucho menos pronunciar una sola palabra. Y sé, gracias a la larga experiencia, que huiré; entonces, jamás sabré tu nombre.
  Así que, por favor, levántate ya. Porque, cuando el reloj de encima de la barra dé las nueve y cuarto, tendré que dejarte atrás, como un recuerdo perdido. Nunca conoceré tu risa, ni tendré la posibilidades de rozar tus labios con los míos.
  Ahí está de nuevo. Tus ojos me buscan entre el gentío, para luego regresar a la lectura como los de un cervatillo asustado. Maldición, ¿cómo es posible que no te des cuenta de que no dejo de saborearte con la mirada? ¿De que sonrío como una tonta cuando das muestras de que sabes que existo?
  Cinco minutos para la huída. Y a ti te quedan la mitad de las páginas.
  Me acerco a la barra y pago, incapaz de retrasar más el momento. ¡Mírame! ¡Estoy aquí!
  Con un suspiro, me alejo de mi mesa, me calo el gorro y me coloco la bufanda. Y esperas hasta que pongo un pie en la nieve fría de la calle para cogerme del brazo.
  Tus pupilas se clavan en las mías, con ese brillo seductor y pícaro, pero que no puede esconder la timidez que también te embarga. Sonríes. Sonrío. Ambos nos damos cuenta de que no me has soltado y ninguno queremos que lo hagas.
- ¿Ya te marchas? Iba a invitarte a un café.
  Llego tarde. El reloj corre en mi contra, mientras buceo en la profundidad de tus iris chocolate. Empiezan las taquicardias, la respiración acelerada y el sudor frío. Por dentro, estoy temblando como una hoja y aún no he logrado despegar los labios.
  Pero tu sonrisa me descongela el alma. Asiento, sonrío.
- Estaba esperándote.
  Y ya no importa el tiempo, que tenga que irme a las nueve y cuarto. He olvidado todo eso, porque mi cuerpo sigue colapsado y me he centrado en tu mano sobre la mía, mientras tiras de mí hasta la mesa del fondo.

21 octubre, 2011

Hey, darling.


Querido Sam:
¿Cómo te va en Alaska? ¿Sigue el clima tan helado como el resto de las estaciones, o en este leve verano se ha calentado tu pequeña caravana?
Te echo de menos. Tu nombre me resuena por las mañanas y me arropa por las noches, me acompañas, aunque no estés, en cada desayuno, merienda y cena. Los almuerzos me los reservo solo para mí.
Por las mañanas, preparo las tres lonchas de bacón que tanto me pedías y suplicabas desayunar, pero ya no hay quien se las coma. Lo intento, de verdad, pero la primera se me atraganta con el nudo que forman las lágrimas y que me impide tragar. También me preparo un zumo de frutas natural, acabo con la camisa llena de gotitas, pero sin nadie que se burle de mi torpeza. ¿Qué quieres que te diga? Sigo siendo incapaz de estar cerca de un líquido sin derramármelo encima.
Sé que esta carta no aflojará la pena de tu corazón, ni del mío, pero es que no sabes cuánto desearía poder volver a verte. Cada día de cada mes, durante los próximos cien años. O quizá, durante mil. Lo que nos dé tiempo de vivir.
Te dedico las películas antiguas que emiten por la televisión en la noche temática de los jueves. Las disfrutarías, no me cabe duda, aunque debes haber visto tres mil veces cómo Rhett Butler conquista a O’Hara. Y ya no hablemos de los movimientos de cadera de Danny Zuco y la chaqueta de cuero de Sandy. Ay, esa chaqueta de cuero. ¿Recuerdas cuando nos disfrazamos de ellos por Halloween? Dios, qué vergüenza. ¡Nadie nos reconoció! Por mucho que cantásemos Summer Nights o You’re the want that I want.
Por cierto, déjame afirmarte que tú eres el único al que quiero. Soñaré contigo esta noche y la siguiente y todas las demás, hasta que pueda volverte a tenerte entre mis brazos.
Por favor, no te congeles en ese país de nieve, no te dejes cazar por un oso ni permitas que te venza una estúpida tormenta. Confío en ti, cariño, y por eso no dejaré de intentar tragarme tus tres lonchas de bacón. Seguiré viendo Cantando bajo la lluvia. Pensaré en ti cuando me acueste y, así, tendré la sensación de que, de algún modo, una parte de ti se levanta conmigo por las mañanas.
Cuídate.
Marie
P.D.  Hey, sweetie. I need you here tonight.
A day to remember suena de fondo mientras te escribo esto. Y yo quiero miles de días de recuerdos contigo.

18 octubre, 2011

Where is my mind?

  Pero, ¿dónde está mi cabeza? Perdida, estoy segura. Debió suceder aquella noche, cuando conocí al ladrón de silencios nocturnos, al que le gustaba venir a mi casa y obligarme a hacer ruido cada vez que la luna presidía el cielo.
  Tuvo que ser él, pero no entiendo por qué no me la devolvió cuando decidió marcharse, para jamás regresar, dejando tras de sí el silencio de las noches que no pudo quitarme y la tristeza de la soledad en las madrugadas.
  También pudo ser la vez que perdí el rumbo por la calles del centro y acabé bebiendo café a medianoche con un violinista ruso. Recuerdo que su acento me enloqueció, por lo tanto, quizás él sepa dónde está mi mente. Probablemente, con las prisas de encontrar el camino de vuelta, la dejara tirada en la silla de al lado a la que yo usaba, entre el bolso y la chaqueta, olvidada. O se deslizó como un papel hasta perderse entre los restos de comida de debajo de la mesa. Si recordara dónde está aquella pequeña cafetería, iría a hablar con el camarero de ojos chocolate, a ver si me la guardó entre los objetos perdidos. Pero soy incapaz de recordar el nombre de la calle y mis pies no saben qué camino escogieron para encontrar ese lugar, solo saben que anduvieron hasta el dolor extremo. Porque aquella noche tenía ganas de desaparecer entre los edificios antiguos, que habían observado el paso del tiempo con aplomo pero ya no resistían más las estupideces de los adolescentes que pasaban por allí en busca de vanas diversiones. Y el ruso supo encontrarme.
  Hace tiempo que mis pensamientos dejaron de tener un fundamento lógico, así que no puedo ni siquiera estar segura de que perdiera la mente en algunos de esos momentos, pudo ser antes. Realmente, era lo que buscaba en el fondo de cada vaso que bebía, que desapareciese para quedarme a solas con el embotamiento, que me permitía no recordar nada y sentir solo los efectos del alcohol.
Pero ahora ya estoy recuperada, no necesito desahogarme con tequila ni con whisky de mala calidad (aunque, a veces, lo siga haciendo). Tampoco necesito volver a callejear sin rumbo para dejar de lado mis pensamientos, porque ya me he reconciliado con ellos. Así que, es hora de que vuelvas. Ya no siento las mieles del enamoramiento en mi rehabilitado corazón. Vuelve, querida mente. No me dejes caer de nuevo en una sonrisa torcida, en un acento encantador o en una mirada desafiante.

16 octubre, 2011

Tenía los ojos oscuros, pero las ideas claras.

  Amaia tenía los ojos oscuros pero las ideas claras. No era de esas chicas que hacían castillos en el aire o se imaginaban tórridas historias con los desconocidos  que veía por la calle; intentaba ser realista, sin tocar el pesimismo con sus dedos finos acabados en uñas perfectas. Disfrutaba al máximo de los pequeños placeres de la vida, como el café de media mañana, la sonrisa de su sobrina, los paseos por la playa o las cosquillas que le hacía su gata para despertarla. Vivía en la rutina de la vida, levantándose cada mañana y acostándose cada noche, colgando plomo de sus pies para que se mantuvieran firmes sobre la tierra.
  Pero había días en los que Amaia se sentaba en el alféizar de la ventana, con los pies colgando a metros de altura, escapaba de sí misma y se atrevía a soñar. 
  Dejando volar la imaginación, se convertía en una gaviota y recorría las costas de todo el mundo. A veces, incluso se permitía imaginar al caballero perfecto, que la llevaba en volandas hasta el castillo de los finales felices, donde vivirían para siempre en una felicidad interminable y jamás se vería obligada a madrugar. Porque Amaia también era una chica, también era humana y, aunque le pesaran los pies, le gustaba, no muy a menudo, elevar el vuelo hacia las nubes.

Impossible is nothing.


Quiero coger una estrella con la mano. Quiero sentarme en la Luna y estrechar los ojos, intentando enfocar a las diminutas personas que pasean por la Tierra. Quiero aguantar veinte minutos debajo del agua y que los peces se acostumbren a mí, para poder nadar con ellos. Quiero volar y observar el Universo recostada sobre una mullida nube blanca. Quiero que se me pare la respiración por uno de esos besos que hacen que el mundo se detenga, que me tiemblen las rodillas y que no recuerde dónde estoy o cómo me llamo. Quiero gritar tan fuerte que me oigan en Pekín, para que todos sepan lo increíble que es estar aquí. Quiero que el tiempo deje de transcurrir, para cerrar los ojos y que este instante dure para siempre.
Quiero hacer cosas imposibles.