16 octubre, 2011

Tenía los ojos oscuros, pero las ideas claras.

  Amaia tenía los ojos oscuros pero las ideas claras. No era de esas chicas que hacían castillos en el aire o se imaginaban tórridas historias con los desconocidos  que veía por la calle; intentaba ser realista, sin tocar el pesimismo con sus dedos finos acabados en uñas perfectas. Disfrutaba al máximo de los pequeños placeres de la vida, como el café de media mañana, la sonrisa de su sobrina, los paseos por la playa o las cosquillas que le hacía su gata para despertarla. Vivía en la rutina de la vida, levantándose cada mañana y acostándose cada noche, colgando plomo de sus pies para que se mantuvieran firmes sobre la tierra.
  Pero había días en los que Amaia se sentaba en el alféizar de la ventana, con los pies colgando a metros de altura, escapaba de sí misma y se atrevía a soñar. 
  Dejando volar la imaginación, se convertía en una gaviota y recorría las costas de todo el mundo. A veces, incluso se permitía imaginar al caballero perfecto, que la llevaba en volandas hasta el castillo de los finales felices, donde vivirían para siempre en una felicidad interminable y jamás se vería obligada a madrugar. Porque Amaia también era una chica, también era humana y, aunque le pesaran los pies, le gustaba, no muy a menudo, elevar el vuelo hacia las nubes.

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