29 octubre, 2011

Es el destino, ¿sabes?


Solíamos montarnos en el coche y Summer siempre conducía. Bueno, había días en los que alegaba un resfriado en las muñecas, así que me pedía que la llevara yo a donde mis cambios de marchas quisieran. Yo sabía que era por la simple razón de que a ella no le quedaban ganas de decidir un nuevo destino y por eso sus excusas carecían de sentido.
Cuando ella conducía, nos pasamos horas dentro del coche, siempre, siempre, con las ventanillas bajadas totalmente. Gritábamos para hacernos oír por encima del viento y de la música a un volumen demasiado alto, pero a nosotros nos encantaba desgañitarnos la garganta para escuchar cada sílaba del otro. Aquellas horas en el coche eran la mejor parte del camino, el no saber hacia dónde nos dirigía ella.
La verdad que no sé qué tenía aquel lugar de especial. Era una especie de mirador, pero no daba a ninguna parte en especial. Podías oler la sal del océano, porque por debajo se extendía el acantilado más abrupto que jamás se había descubierto y las olas chocaban constantemente contra las rocas. Aparte de eso, aquel sitio no tenía nada de especial, pero Summer nos llevó hasta allí en más de una ocasión. Porque desde allí se podían ver los mejores atardeceres. O eso no se cansaba de repetir.
Aquel día llevaba un vestido fino, que dejaba a la vista sus piernas faltas de bronceado. Se había puesto los zapatos planos que le regaló su madre en la primera Navidad que se mudó a vivir a mi apartamento, donde ahora cada rincón desprendía su esencia.
Recuerdo a la perfección que se apoyó en la barandilla e inhaló con fuerza el perfume del mar, con los ojos cerrados y tatareando la última canción que había escuchado antes de salir de casa, una triste balada sobre el amor perdido.
Y, entonces, me miró con la sonrisa de los días soleados.
- Es el destino, ¿sabes? - me dijo, como si compartiéramos un secreto. - Es el que se encarga de dirigir todos nuestros pasos, el que controla nuestros caminos. Él se encargó de que desembocáramos en la cafetería de la calle Veintitrés ese lunes por la tarde, justo cuando el reloj dio las cuatro.
>> Tú podrías haberte ido al bar de al lado de tu casa y yo, al cine. O quedarnos ambos en casa, viendo la película que reponían. Pero no. Por alguna extraña razón, porque el destino nos lo susurró al oído, ambos fuimos a la cafetería de la calle Veintitrés. Yo llevaba este vestido. Y tú, esa camisa de cuadros que te pones en los días especiales.
- Porque me recuerda a ti, preciosa.
Ella se rió y dio una pirueta sobre sí misma. La contemplé, extasiado. Parecía un planeta girando sobre sí mismo, atrayéndome con la fuerza de su campo gravitatorio.
- ¡Es el destino! Ambos debíamos estar ahí, para tropezar cuando yo saliera del baño y tú, en ese instante, te dieras la vuelta con el café humeante. Para mirarnos a los ojos y murmurar una disculpa. Para invitarte a otro café. Para hablar durante cinco horas y cuarenta minutos sobre nada, reírnos, vernos reflejados en las pupilas del otro. Para enamorarnos. Teníamos que estar allí, para que hoy pudiéramos estar aquí, viendo un precioso atardecer más.
- Creo que tienes razón. Y si el destino se tomó tantas molestias, nosotros no deberíamos menospreciarlo.
- A eso me refería. Tenemos que pasar cada instante juntos, porque es lo que el destino quiere.
Sonreí. Solo Summer podía decir semejantes disparates con tantas verdades encerradas dentro, porque era cierto, ella y yo debíamos estar juntos cada atardecer.

4 comentarios:

  1. Es tuyo propio ? o es de la peli de 500 días juntos?
    Es que me suena

    ResponderEliminar
  2. Es mío xDDD El personaje de 500 días también se llama Summer, pero vamos, que solo se parece en eso y en que las dos están como cabras :)

    ResponderEliminar
  3. Pues me recordo a esa peli , osea que me guuuusta

    ResponderEliminar
  4. Bueno, un poco sí se parecen, pero la Summer de 500 días no comparte rasgos de la personalidad de este personaje.
    Gracias :3

    ResponderEliminar