Siempre que Amelia entra en la cafetería, trae
consigo el olor al tabaco barato que se ha consumido entre sus dedos antes de
atravesar la puerta, tan fuerte y asqueroso que cubre el olor de su champú de
coco y de su perfume, por mucho que ella se echa al salir de casa. Mis amigos
suelen preguntarme cómo soporto perderme entre sus labios cuando su aliento
apesta a cigarrillos baratos, pero lo que ellos no entienden es que eso,
precisamente, fue lo que hizo que perdiera la jodida cabeza por ella.
Recuerdo perfectamente el día que la conocí. Era
una noche de verano similar a esta, en pleno mes de julio, solo que aquel año
hacía mucho más calor, tanto que obligaba a vivir pegado a un ventilador
incluso cuando el sol ya había desaparecido por la línea del horizonte.
Cuatro años atrás y yo estaba en la fiesta más
aburrida de la historia de la humanidad, arrastrado hasta allí por un
compromiso que había aceptado antes de darme cuenta del error que estaba cometiendo
y que había decidido remediar quedándome pegado al bar y aprovechando al máximo
la barra libre. Contemplaba a los invitados, todos tan sosos, tan vacíos.
Conversaciones banales, estúpidas, se repetían una y otra vez, hasta que mis
oídos, por cuenta propiedad, decidían desconectar y dejar de soportar ese
suplicio. Había mujeres, muchas mujeres, y todas parecían reflejos unas de las
otras. Demasiado maquillaje, un vestido hasta las rodillas de color pastel, una
sonrisa estirada y consumida hasta la saciedad; y también hombres, con una copa
de champán en una mano y una mujer en la otra: la basura de la sociedad
capitalista reunida en cuatro paredes, con un DJ que parecía a punto de
quedarse dormido. De vez en cuando, una risa falsa, obligada, interrumpía por
un segundo el rumor infinito de las conversaciones sin sentido.
Estaba tan absorto en ignorar todo lo que sucedía a
mi alrededor que incluso tardé en darme cuenta del horrible olor que había
inundado la barra.
-
Vaya bodrio. Jack, dijiste que esto era una
fiesta – se quejó una voz, aguda, en un volumen alto y estridente que
desentonaba con la monotonía que reinaba en la habitación y, seguidamente, el
sonido inconfundible de una bola de chicle al romperse.
-
Eso me habían dicho – replicó ofendida otra vez,
esta vez masculina.
Y cuando me giré, por supuesto, allí estaba ella.
Lo primero en lo que me fijé fue que llevaba puestas unas escandalosas gafas de
sol demasiado grandes para su cara y de color amarillo fluorescente, lo cual no
tenía sentido, porque hacía al menos tres horas que el sol se había ocultado.
Después reparé en su pelo naranja zanahoria, tan rizado que parecía que ningún
peine podría jamás domarlo, y al final no pude evitar darme cuenta que llevaba
un vestido mucho más corto de lo que allí se consideraba adecuado, de color
negro.
Al principio pensé que aquella chica debía estar
como una puta cabra. Luego, cuando me sonrió de repente y me robó la copa que
aun tenía a medias, me di cuenta de que, sin lugar a dudas, tenía razón y de
que era justo lo que necesitaba para escapar de la prisión que había sido mi
vida durante los últimos meses y que había llegado a su punto culminante
aquella noche. Estaba harto de aquellas fiestas aburridas, de hablar de cosas
que no me importaban una puta mierda, de oír los mismos saludos, los mismos
halagos, la misma basura una y otra vez. Estaba harto de mantener las
apariencias, de reprimirme para mantenerme dentro del patrón que mi padre había
establecido.
-
Pillemos todo lo que podamos y larguémonos –
propuso otro de los chicos que había venido con ella. Estaban dentro de la zona
del bar, lo cual dejaba claro que no habían recibido invitación para la fiesta,
sino que se habían colado por la puerta de servicio.
-
Eh – la llamé cuando cogía una botella de ron de
debajo de la barra.
Ella levantó la vista por un segundo y una de sus
cejas apareció por encima de las gafas de sol.
-
¿Qué? ¿Vas a chivarte?
-
¿Puedo irme con vosotros?
La otra ceja también apareció y luego ella se levantó
las gafas para lanzarme una mirada de incredulidad, revelando así unos enormes
ojos grises que anunciaban tormenta.
-
¿Don Polo de Armani quiere fugarse de la fiesta
más aburrida del año con unos ladrones?
-
No – respondí, ladeando la cabeza. - Quiero fugarme contigo.
Ella se rio, dejando caer las gafas de sol y
ocultando sus ojos de nuevo.
-
Entonces métete aquí dentro, coge una botella y
vámonos – me espetó y volvió a reírse, como si yo fuera lo más gracioso que le
había pasado nunca.
Saltar la barra y robar en mi propia casa fue lo
más estúpido y sin sentido que había
hecho nunca… y también lo más divertido. Amelia me cogió la mano cuando el
segurita nos pilló saliendo por la puerta trasera y echamos a correr juntos,
separándonos del resto de su grupo, los dos chicos que habían hablado y otra
chica, que desaparecieron amparados por la oscuridad de la noche.
-
Bueno, chico rico, ¿por qué has huido de la
fiesta? ¿Te has cansado ya de estar muerto en vida? – me preguntó de pronto,
una vez nos aseguramos que nadie nos estaba persiguiendo, escondidos detrás de
unos pocos árboles. Amelia dio un buen trago a la botella de ron mientras se
sentaba en el suelo, sin dejar de mirarme.
-
Sí, creo que sí.
Ella asintió con la cabeza lentamente.
-
Anda, bebe, tienes pinta de necesitarlo. No
todos los días dejas atrás tu vida.
-
¿Solo por huir una noche, ya significa que la
estoy dejando atrás?
Amelia me miró fijamente durante un momento,
completamente seria, y supe que estaba analizándome, aunque sus ojos seguían
escondidos tras las gafas de sol.
-
¿Acaso quieres volver? – su voz sonó dura, sin
ningún trasfondo de broma en sus palabras.
-
No – repliqué sin pensarlo un segundo.
-
Entonces brindemos por tu recién adquirida
libertad, chico rico – alzó su botella de ron y choqué la mía con la suya antes
de dar un largo trago. El líquido se deslizó por mi garganta como fuego,
quemando todo a su paso, pero era justo lo que necesitaba, como si sellara un
trato conmigo mismo.
-
Christian. Me llamo Christian – repliqué.
Ella se rio y se tumbó sobre el frío suelo de
piedra. Se levantó las gafas hasta dejarlas sobre su pelo.
-
¿Te molesta que te llame chico rico, Chris? No
pasa nada por serlo, ¿sabes? No es lo que tenemos lo que importa, sino lo que
hacemos con ello. Lo que de verdad cuenta son nuestras acciones, al fin y al
cabo, no nuestras posesiones, porque,
cuando mueras, lo perderás todo. Y, entonces, lo único que de verdad importará
será cómo te recuerde la gente que te conocía. Tu recuerdo, eso será lo único
que te sobreviva cuando tú te conviertas en cenizas. ¡Ah, sí! – se levantó de
repente –, yo soy Amelia. Creo que no me había presentado. – Extendió su mano
hacía mí. Llevaba un sencillo aro de metal en el pulgar y una pulsera llena de
figuritas que chocaban cuando movía la mano, haciéndola tintinear.
No fui capaz de reaccionar hasta que ella movió los
dedos (haciendo sonar su pulsera de nuevo) y entonces le estreché la mano de
forma automática, sus palabras resonando una y otra vez en mi cabeza.
Me senté en el suelo a su lado, con la espalda
apoyada en uno de los árboles, y bebimos los dos en silencio durante un rato.
En algún momento, ella sacó un cigarro de su bolso y, al encenderlo, aquel
asqueroso olor lo inundó todo.
-
¿Qué coño es eso?
-
Un cigarro, ¿nunca habías visto uno? – preguntó
con notable sarcasmo.
-
No hablo del cigarro, sino de ese puñetero olor.
Parece un vertedero.
-
Sí, ¿verdad? – ella dio otro calada, tan larga
que pensé que era imposible retener tanto humo en los pulmones sin asfixiarse.
Luego, lo soltó, dejándolo que formara siluetas a su antojo al perderse en el
aire. – Tampoco sabe mucho mejor, no creas.
-
¿Y por qué fumas esa mierda, entonces?
-
Me gusta – replicó, encogiéndose de hombros.
-
¡Pero acabas de decir que tiene un sabor
horrible!
-
Sí, tienes razón – se rio, muy alto. – Pero me
gusta. Supongo que ya me he acostumbrado. – Miró el cigarro en su mano. – Al principio
los compraba porque eran los únicos que podía permitirme, chico rico. – Estaba
a punto de enfadarme con ella cuando Amelia me lanzó una sonrisa burlona que me
hizo resistir el impulso de ahogarla. – Pero después… - continuó – supongo que
se convirtieron en una parte de mí. Supongo que ya no sería la misma, que
dejaría de ser quien realmente soy, si dejara de fumarlos, porque estos
cigarros – le dio otra calada, tan profunda como la anterior – representan la
parte de mí más oscura, más apestosa y horrible. Son el pasado lleno de mierda
que no puedo ni quiero borrar, porque me ha definido tal y como soy hoy. Son
mis ataques de rabia, cuando pierdo el control y estampo los platos contra el
suelo solo por oír el sonido de algo romperse a mis pies. Son los días en los
que preferiría morirme a levantarme de la cama. Son todos los malos
pensamientos que no puedo reprimir, las veces que tengo ganas de coger un avión
y salir corriendo porque me da demasiado miedo perderme en este mundo tan
enorme y tan cabrón que trata de destruirnos a todos. Son todas las grietas que
tengo por dentro porque he tenido que recomponerme por dentro demasiadas veces.
El cigarro se consumía entre sus dedos. Le dio una
última calada, aún más larga si eso es posible, hasta que no quedó de él más
que un resto inservible. Esta vez, al soltar el humo, cerró los ojos,
disfrutando de la sensación de liberar la nicotina que se aprisionaba en sus
pulmones.
-
Y me gusta fumarlos porque, si alguien es
incapaz de soportar su repugnante olor para estar conmigo, entonces sé que
tampoco será capaz de soportar mis agujeros negros, mis nubes de tormenta y el
veneno que, de vez en cuando, necesito sacar de dentro para que no me acabe
matando. Y así es como sé que esa persona no vale la pena, porque quien no es
capaz de estar contigo en tus momentos más oscuros, no merece disfrutar de los
buenos, ¿no crees?
Y cuando volvió a mirarme, con sus ojos grises de
tormenta, supe que por una persona como Amelia valía la pena luchar, incluso
cuando el enemigo eran sus propios demonios.
Cuatro años más tarde, aquí sigo. Y ella sigue
fumando esos horribles cigarros que dejan apestando mis camisas, mis pantalones
y hasta mis calzoncillos, pero, ¿sabes qué? No los cambiaría por nada en el
mundo.
Esta es una historia en presente. Me he dado cuenta de que siempre que escribo, siempre, siempre, escribo en pasado, como si las historias hubieran vivido hace mucho tiempo, como si ya se hubieran perdido y sus personajes hubieran dejado de ser felices, hubieran dejado de soñar, de escaparse, de colarse en un bar, de fumar cigarros apestosos, de vivir. Pero la vida se vive en presente, no en pasado ni en futuro, por eso, aunque la mayor parte de la historia sea un recuerdo, el principio y el final están en presente.
Hace muuucho que no escribía. Muchísimo. Creo que las historias de verdad, las que me enamoraban tanto que sentía la necesidad de escribirlas, se me han escurrido y por eso me cuesta tanto encontrar las palabras de una nueva historia sin que sienta que me estoy defraudando a mí misma y a ti, sin que sienta que me he perdido. Aunque, de vez en cuando, vuelve una chispa. Creo que la historia de hoy no es tan horrible, ¿no? Lo dejo a tu criterio, Irene. Espero de verdad que te guste. Espero que te enamores de Amelia como yo me enamoré de ella mientras escribía, pero sé que, comparada con otras entradas, esta quizá no sea, ni mucho menos, la mejor. Pero quería escribirla y espero que a ti te guste leerla. Y, por supuesto, espero ansiosísima tu comentario, así que no me hagas esperar demasiado (aunque, ahora mismo, no me respondas a los whatsapps).
[Una estrella fugaz que solo pasa de visita]