10 diciembre, 2014

Estoy en el puesto número uno de la lista de cosas que más odio.

Lo siento, Annie, pero es que ya no puedo más. Estoy harta, tan pero tan harta. Me ahogo en mis días infinitos, en mis rutinas eternas, pero te juro que ya no me quedan fuerzas para luchar contra la presión de una vida que me empuja hacia el fondo, hacia donde todo es oscuro y solo hay lugar para aquellos que ya se han rendido.
Y yo estoy tan cerca de rendirme.
Papá me pregunta aún que qué tal el día, me manda un mensaje todas las noches antes de irse a acostar, y ya no me quedan más mentiras. Hasta a él, que vive en una burbuja de color rosa que repele todo lo malo, no le ha quedado más remedio que darse cuenta que me estoy hundiendo. Y tengo miedo de acabar arrastrándolo todo conmigo.
Mamá dice que sonría, que no me preocupe, que mañana todo irá mejor. Pero no sé cuándo llegará ese mañana mejor, no sé cuándo los días dejarán de sucederse unos a otros casi sin que yo me dé cuenta, porque son todos tan iguales, todos tan color gris casi negro. A veces, el único momento en el que soy feliz es cuando estoy a punto de quedarme dormida en la cama, tapada hasta la nariz y oculta del Universo. Esos preciosos y efímeros cinco segundos felices que me arrebata la alarma todas las mañanas, y me obliga a hacer todas las cosas que odio: arrastrar el coche a través del tráfico de la mañana (freno, punto muerto, primera y acelero y vuelta a repetirlo todo hasta que por fin, media hora después, llego al trabajo), las horas mirando el reloj esperando que sean las dos para ir a casa, el mismo puto tráfico de vuelta (más freno, punto muerto y primera) y luego, ¿luego, qué, Annie?
Últimamente, estoy en el puesto número uno de la lista de cosas que más odio. Y ya no sé qué hacer para salir de este agujero, ya no me queda suficiente oxígeno para seguir luchando contra la presión del mundo que me hunde más y más hondo.
Esto no es una llamada de auxilio, Annie. No te haría eso, no te obligaría a hundirte conmigo. Siempre he viajado sola y con poco equipaje, y ahora que he soltado todo el lastre posible (amigos, compañeros de trabajos, familia) para intentar flotar, siempre en vano, creo que va siendo la hora de dejar de luchar, de cerrar los ojos y dejar que la maldita fuerza de una vida sin sentido me hunda para siempre. Quizá así mis cinco segundos de felicidad justo antes de quedarme dormida duren para siempre.

Una chica puede soñar, ¿verdad?



Últimamente me despierto por las mañanas más cansada de lo que me acuesto por las noches. Ya no me quedan fuerzas y aun ni siquiera he empezado los exámenes y me ahogo tanto que no soy capaz de ver más allá del estrés y la presión y las notas y los exámenes y el tráfico y los días malos (que, últimamente, son todos). Quiero que sea Navidad, pero al mismo tiempo, la detesto. Y todos los días me planteo dejarlo todo, dejar la puta universidad que me chupa la vida, la escuela de idiomas, el gimnasio e irme a cualquier parte, a cualquier sitio donde no me ahogue.
Pero eso es lo peor, ¿a dónde ir cuándo todos los sitios son igual de malos que este?
"No importa cuán lejos te vayas, los problemas siempre viajarán contigo".
Lamento volver a escribir para algo tan feo, pero creo que esta es ahora mismo mi única vía de escape, la única forma de respirar cuando todo lo demás me aplasta contra el suelo. 

29 agosto, 2014

Siempre en medio. Siempre en ninguna parte. Siempre vacía. Siempre sola.

Pero si escuchas, si escuchas con atención, quizá puedas oír mis gritos de auxilio. Quizá puedas verme poniendo los ojos en blanco y distanciándome del mundo, huyendo de todos los sitios donde no encajo. Quejándome sin parar. Haciendo daño a todo y a todos porque me da miedo que alguien se acerque demasiado. Queriendo que alguien se dé cuenta y rompa todos mis defensas, supere todas las fronteras. Dejándome los pulmones en el intento, en vano, siempre en vano.

Porque, aun así, no hay nadie escuchando. Oscuridad. Solo hay oscuridad.

No hay luz para ti, chica solitaria.

17 julio, 2014

¿Podrás soportar mis agujeros negros?

Siempre que Amelia entra en la cafetería, trae consigo el olor al tabaco barato que se ha consumido entre sus dedos antes de atravesar la puerta, tan fuerte y asqueroso que cubre el olor de su champú de coco y de su perfume, por mucho que ella se echa al salir de casa. Mis amigos suelen preguntarme cómo soporto perderme entre sus labios cuando su aliento apesta a cigarrillos baratos, pero lo que ellos no entienden es que eso, precisamente, fue lo que hizo que perdiera la jodida cabeza por ella.


Recuerdo perfectamente el día que la conocí. Era una noche de verano similar a esta, en pleno mes de julio, solo que aquel año hacía mucho más calor, tanto que obligaba a vivir pegado a un ventilador incluso cuando el sol ya había desaparecido por la línea del horizonte.
Cuatro años atrás y yo estaba en la fiesta más aburrida de la historia de la humanidad, arrastrado hasta allí por un compromiso que había aceptado antes de darme cuenta del error que estaba cometiendo y que había decidido remediar quedándome pegado al bar y aprovechando al máximo la barra libre. Contemplaba a los invitados, todos tan sosos, tan vacíos. Conversaciones banales, estúpidas, se repetían una y otra vez, hasta que mis oídos, por cuenta propiedad, decidían desconectar y dejar de soportar ese suplicio. Había mujeres, muchas mujeres, y todas parecían reflejos unas de las otras. Demasiado maquillaje, un vestido hasta las rodillas de color pastel, una sonrisa estirada y consumida hasta la saciedad; y también hombres, con una copa de champán en una mano y una mujer en la otra: la basura de la sociedad capitalista reunida en cuatro paredes, con un DJ que parecía a punto de quedarse dormido. De vez en cuando, una risa falsa, obligada, interrumpía por un segundo el rumor infinito de las conversaciones sin sentido.
Estaba tan absorto en ignorar todo lo que sucedía a mi alrededor que incluso tardé en darme cuenta del horrible olor que había inundado la barra.
-          Vaya bodrio. Jack, dijiste que esto era una fiesta – se quejó una voz, aguda, en un volumen alto y estridente que desentonaba con la monotonía que reinaba en la habitación y, seguidamente, el sonido inconfundible de una bola de chicle al romperse.
-          Eso me habían dicho – replicó ofendida otra vez, esta vez masculina.
Y cuando me giré, por supuesto, allí estaba ella. Lo primero en lo que me fijé fue que llevaba puestas unas escandalosas gafas de sol demasiado grandes para su cara y de color amarillo fluorescente, lo cual no tenía sentido, porque hacía al menos tres horas que el sol se había ocultado. Después reparé en su pelo naranja zanahoria, tan rizado que parecía que ningún peine podría jamás domarlo, y al final no pude evitar darme cuenta que llevaba un vestido mucho más corto de lo que allí se consideraba adecuado, de color negro.
Al principio pensé que aquella chica debía estar como una puta cabra. Luego, cuando me sonrió de repente y me robó la copa que aun tenía a medias, me di cuenta de que, sin lugar a dudas, tenía razón y de que era justo lo que necesitaba para escapar de la prisión que había sido mi vida durante los últimos meses y que había llegado a su punto culminante aquella noche. Estaba harto de aquellas fiestas aburridas, de hablar de cosas que no me importaban una puta mierda, de oír los mismos saludos, los mismos halagos, la misma basura una y otra vez. Estaba harto de mantener las apariencias, de reprimirme para mantenerme dentro del patrón que mi padre había establecido.
-          Pillemos todo lo que podamos y larguémonos – propuso otro de los chicos que había venido con ella. Estaban dentro de la zona del bar, lo cual dejaba claro que no habían recibido invitación para la fiesta, sino que se habían colado por la puerta de servicio.
-          Eh – la llamé cuando cogía una botella de ron de debajo de la barra.
Ella levantó la vista por un segundo y una de sus cejas apareció por encima de las gafas de sol.
-          ¿Qué? ¿Vas a chivarte?
-          ¿Puedo irme con vosotros?
La otra ceja también apareció y luego ella se levantó las gafas para lanzarme una mirada de incredulidad, revelando así unos enormes ojos grises que anunciaban tormenta.
-          ¿Don Polo de Armani quiere fugarse de la fiesta más aburrida del año con unos ladrones?
-          No – respondí, ladeando la cabeza. -  Quiero fugarme contigo.
Ella se rio, dejando caer las gafas de sol y ocultando sus ojos de nuevo.
-          Entonces métete aquí dentro, coge una botella y vámonos – me espetó y volvió a reírse, como si yo fuera lo más gracioso que le había pasado nunca.
Saltar la barra y robar en mi propia casa fue lo más estúpido  y sin sentido que había hecho nunca… y también lo más divertido. Amelia me cogió la mano cuando el segurita nos pilló saliendo por la puerta trasera y echamos a correr juntos, separándonos del resto de su grupo, los dos chicos que habían hablado y otra chica, que desaparecieron amparados por la oscuridad de la noche.
-          Bueno, chico rico, ¿por qué has huido de la fiesta? ¿Te has cansado ya de estar muerto en vida? – me preguntó de pronto, una vez nos aseguramos que nadie nos estaba persiguiendo, escondidos detrás de unos pocos árboles. Amelia dio un buen trago a la botella de ron mientras se sentaba en el suelo, sin dejar de mirarme.
-          Sí, creo que sí.
Ella asintió con la cabeza lentamente.
-          Anda, bebe, tienes pinta de necesitarlo. No todos los días dejas atrás tu vida.
-          ¿Solo por huir una noche, ya significa que la estoy dejando atrás?
Amelia me miró fijamente durante un momento, completamente seria, y supe que estaba analizándome, aunque sus ojos seguían escondidos tras las gafas de sol.
-          ¿Acaso quieres volver? – su voz sonó dura, sin ningún trasfondo de broma en sus palabras.
-          No – repliqué sin pensarlo un segundo.
-          Entonces brindemos por tu recién adquirida libertad, chico rico – alzó su botella de ron y choqué la mía con la suya antes de dar un largo trago. El líquido se deslizó por mi garganta como fuego, quemando todo a su paso, pero era justo lo que necesitaba, como si sellara un trato conmigo mismo.
-          Christian. Me llamo Christian – repliqué.
Ella se rio y se tumbó sobre el frío suelo de piedra. Se levantó las gafas hasta dejarlas sobre su pelo.
-          ¿Te molesta que te llame chico rico, Chris? No pasa nada por serlo, ¿sabes? No es lo que tenemos lo que importa, sino lo que hacemos con ello. Lo que de verdad cuenta son nuestras acciones, al fin y al cabo, no nuestras  posesiones, porque, cuando mueras, lo perderás todo. Y, entonces, lo único que de verdad importará será cómo te recuerde la gente que te conocía. Tu recuerdo, eso será lo único que te sobreviva cuando tú te conviertas en cenizas. ¡Ah, sí! – se levantó de repente –, yo soy Amelia. Creo que no me había presentado. – Extendió su mano hacía mí. Llevaba un sencillo aro de metal en el pulgar y una pulsera llena de figuritas que chocaban cuando movía la mano, haciéndola tintinear.
No fui capaz de reaccionar hasta que ella movió los dedos (haciendo sonar su pulsera de nuevo) y entonces le estreché la mano de forma automática, sus palabras resonando una y otra vez en mi cabeza.
Me senté en el suelo a su lado, con la espalda apoyada en uno de los árboles, y bebimos los dos en silencio durante un rato. En algún momento, ella sacó un cigarro de su bolso y, al encenderlo, aquel asqueroso olor lo inundó todo.
-          ¿Qué coño es eso?
-          Un cigarro, ¿nunca habías visto uno? – preguntó con notable sarcasmo.
-          No hablo del cigarro, sino de ese puñetero olor. Parece un vertedero.
-          Sí, ¿verdad? – ella dio otro calada, tan larga que pensé que era imposible retener tanto humo en los pulmones sin asfixiarse. Luego, lo soltó, dejándolo que formara siluetas a su antojo al perderse en el aire. – Tampoco sabe mucho mejor, no creas.
-          ¿Y por qué fumas esa mierda, entonces?
-          Me gusta – replicó, encogiéndose de hombros.
-          ¡Pero acabas de decir que tiene un sabor horrible!
-          Sí, tienes razón – se rio, muy alto. – Pero me gusta. Supongo que ya me he acostumbrado. – Miró el cigarro en su mano. – Al principio los compraba porque eran los únicos que podía permitirme, chico rico. – Estaba a punto de enfadarme con ella cuando Amelia me lanzó una sonrisa burlona que me hizo resistir el impulso de ahogarla. – Pero después… - continuó – supongo que se convirtieron en una parte de mí. Supongo que ya no sería la misma, que dejaría de ser quien realmente soy, si dejara de fumarlos, porque estos cigarros – le dio otra calada, tan profunda como la anterior – representan la parte de mí más oscura, más apestosa y horrible. Son el pasado lleno de mierda que no puedo ni quiero borrar, porque me ha definido tal y como soy hoy. Son mis ataques de rabia, cuando pierdo el control y estampo los platos contra el suelo solo por oír el sonido de algo romperse a mis pies. Son los días en los que preferiría morirme a levantarme de la cama. Son todos los malos pensamientos que no puedo reprimir, las veces que tengo ganas de coger un avión y salir corriendo porque me da demasiado miedo perderme en este mundo tan enorme y tan cabrón que trata de destruirnos a todos. Son todas las grietas que tengo por dentro porque he tenido que recomponerme por dentro demasiadas veces.
El cigarro se consumía entre sus dedos. Le dio una última calada, aún más larga si eso es posible, hasta que no quedó de él más que un resto inservible. Esta vez, al soltar el humo, cerró los ojos, disfrutando de la sensación de liberar la nicotina que se aprisionaba en sus pulmones.
-          Y me gusta fumarlos porque, si alguien es incapaz de soportar su repugnante olor para estar conmigo, entonces sé que tampoco será capaz de soportar mis agujeros negros, mis nubes de tormenta y el veneno que, de vez en cuando, necesito sacar de dentro para que no me acabe matando. Y así es como sé que esa persona no vale la pena, porque quien no es capaz de estar contigo en tus momentos más oscuros, no merece disfrutar de los buenos, ¿no crees?
Y cuando volvió a mirarme, con sus ojos grises de tormenta, supe que por una persona como Amelia valía la pena luchar, incluso cuando el enemigo eran sus propios demonios.



Cuatro años más tarde, aquí sigo. Y ella sigue fumando esos horribles cigarros que dejan apestando mis camisas, mis pantalones y hasta mis calzoncillos, pero, ¿sabes qué? No los cambiaría por nada en el mundo.


Esta es una historia en presente. Me he dado cuenta de que siempre que escribo, siempre, siempre, escribo en pasado, como si las historias hubieran vivido hace mucho tiempo, como si ya se hubieran perdido y sus personajes hubieran dejado de ser felices, hubieran dejado de soñar, de escaparse, de colarse en un bar, de fumar cigarros apestosos, de vivir. Pero la vida se vive en presente, no en pasado ni en futuro, por eso, aunque la mayor parte de la historia sea un recuerdo, el principio y el final están en presente.
Hace muuucho que no escribía. Muchísimo. Creo que las historias de verdad, las que me enamoraban tanto que sentía la necesidad de escribirlas, se me han escurrido y por eso me cuesta tanto encontrar las palabras de una nueva historia sin que sienta que me estoy defraudando a mí misma y a ti, sin que sienta que me he perdido. Aunque, de vez en cuando, vuelve una chispa. Creo que la historia de hoy no es tan horrible, ¿no? Lo dejo a tu criterio, Irene. Espero de verdad que te guste. Espero que te enamores de Amelia como yo me enamoré de ella mientras escribía, pero sé que, comparada con otras entradas, esta quizá no sea, ni mucho menos, la mejor. Pero quería escribirla y espero que a ti te guste leerla. Y, por supuesto, espero ansiosísima tu comentario, así que no me hagas esperar demasiado (aunque, ahora mismo, no me respondas a los whatsapps). 
[Una estrella fugaz que solo pasa de visita]

20 abril, 2014

Olvidémonos de los segundos y vivamos cada momento. Pero juntos, siempre juntos.

Mamá siempre decía que los relojes y ella no se llevaban bien, que no le hacía falta estar pendiente del segundero para saber cómo vivir. Que llegar a los sitios no es cuestión de horas, sino de momentos, que ella siempre estaba en el lugar que debía en el momento perfecto. Si no, ¿cómo habría conocido a tu padre, Anna? Fue el destino, no el maldito reloj. Repetía una y otra vez cuando veía a mis hermanos corriendo de un lado para otro, gritando que llegaban tarde, que no los esperásemos para cenar, que ese fin de semana estaban muy ocupados. Tic, tac. El reloj los controlaba y mamá suspiraba y negaba con la cabeza. Pero al menos me tenía a mí.
Supongo que, después de todo, heredé ese odio a los relojes de ella, aunque no nos pareciéramos en nada más. Yo, la más pequeña de cuatro hijos, el resto de ellos varones, era la única de la familia que se parecía a papá. Compartíamos el color y la forma de los ojos, el pelo rebelde, la risa escandalosa, la pasión por el chocolate y los libros. Pero de mamá heredé el arte de nunca dejarme llevar por las prisas, de disfrutar cada segundo y degustarlo sin perderlo controlando el movimiento de la aguja del reloj.
Quizá por eso me convertí en lo que la sociedad podría considerar una fracasada, porque tardé más años de la cuenta en sacarme la carrera (no había sido culpa mía, la verdad, había demasiado que experimentar y tan poco tiempo que tuve que apartar los estudios para no perderme la belleza de las cosas que solo se pueden vivir una vez) y los novios no me duraban más del par de semanas que tardaban en darse cuenta que en realidad era un desastre con patas que volvía todo al revés a su paso y, por descontado, la mayor parte de la gente no quiere eso. Les gustan sus vidas ordenadas, a las ocho en punto en el trabajo, a las nueve y cuarto ir al baño, y a las cuatro salir de la oficina. Todos sincronizados como si fueran títeres en manos de un obsesivo compulsivo.
Una vez incluso estuve con un chico que se empeñaba en que el sexo durara veintidós minutos, sin importar dónde estuviéramos ni la hora del día que fuera. Veintidós minutos para llegar al orgasmo. Cuando me buscaba por las noches y sentía su piel contra la mía, era como si alguien hubiera activado el cronómetro y me obligara a ajustarme a su patrón. Eso estuvo a punto de matarme, asfixiándome poco a poco, rompiendo mis engranajes en su afán por regular su movimiento al compás del resto del mundo, todos a la vez, todos iguales.
Mamá siempre tuvo razón. Las cosas importantes requieren su tiempo y, al final, lo que cuenta son los momentos, los momentos en mayúsculas que se te quedan grabados a fuego y que rememoras cuando estás tumbada en la cama, con los ojos cerrados, e inconscientemente vuelves atrás. Y todos tenemos un momento, ¿no crees? Un momento que sobresale entre todos los demás, un momento que te eriza el vello solo con recordarlo, un momento que darías lo que fuera por volver a vivir. Un momento de extrema felicidad, donde todo desaparece y solo queda ese instante.
Andrew, tú eres mi momento. Por encima de todo lo demás, por encima del viaje sin rumbo por Australia con mis amigas, por encima del día de mi graduación, por encima de la vez que me tiré en paracaídas o de cuando me hice el primer tatuaje, tú eres mi momento preferido. Y si pudiera, ahora, quince años después de haberte besado por primera vez, reviviría uno por uno cada segundo que hemos pasado juntos, sin prisas, sin remordimientos, sin dejarnos llevar por los dictados del mundo ni por las reglas estúpidas de una sociedad hipócrita, volviendo tu mundo del revés día tras día. Tal y como vivimos, tal y como somos, cada segundo que pasamos juntos son mi momento.

Y todos los que aún nos quedan por vivir.