Mamá siempre decía que los relojes y ella no se
llevaban bien, que no le hacía falta estar pendiente del segundero para saber
cómo vivir. Que llegar a los sitios no es cuestión de horas, sino de momentos,
que ella siempre estaba en el lugar que debía en el momento perfecto. Si no, ¿cómo habría conocido a tu padre,
Anna? Fue el destino, no el maldito reloj. Repetía una y otra vez cuando
veía a mis hermanos corriendo de un lado para otro, gritando que llegaban
tarde, que no los esperásemos para cenar, que ese fin de semana estaban muy
ocupados. Tic, tac. El reloj los controlaba y mamá suspiraba y negaba con la
cabeza. Pero al menos me tenía a mí.
Supongo que, después de todo, heredé ese odio a los
relojes de ella, aunque no nos pareciéramos en nada más. Yo, la más pequeña de
cuatro hijos, el resto de ellos varones, era la única de la familia que se
parecía a papá. Compartíamos el color y la forma de los ojos, el pelo rebelde,
la risa escandalosa, la pasión por el chocolate y los libros. Pero de mamá
heredé el arte de nunca dejarme llevar por las prisas, de disfrutar cada
segundo y degustarlo sin perderlo controlando el movimiento de la aguja del
reloj.
Quizá por eso me convertí en lo que la sociedad
podría considerar una fracasada, porque tardé más años de la cuenta en sacarme
la carrera (no había sido culpa mía, la verdad, había demasiado que
experimentar y tan poco tiempo que tuve que apartar los estudios para no
perderme la belleza de las cosas que solo se pueden vivir una vez) y los novios
no me duraban más del par de semanas que tardaban en darse cuenta que en
realidad era un desastre con patas que volvía todo al revés a su paso y, por
descontado, la mayor parte de la gente no quiere eso. Les gustan sus vidas
ordenadas, a las ocho en punto en el trabajo, a las nueve y cuarto ir al baño,
y a las cuatro salir de la oficina. Todos sincronizados como si fueran títeres
en manos de un obsesivo compulsivo.
Una vez incluso estuve con un chico que se empeñaba
en que el sexo durara veintidós minutos, sin importar dónde estuviéramos ni la
hora del día que fuera. Veintidós minutos para llegar al orgasmo. Cuando me
buscaba por las noches y sentía su piel contra la mía, era como si alguien
hubiera activado el cronómetro y me obligara a ajustarme a su patrón. Eso
estuvo a punto de matarme, asfixiándome poco a poco, rompiendo mis engranajes
en su afán por regular su movimiento al compás del resto del mundo, todos a la
vez, todos iguales.
Mamá siempre tuvo razón. Las cosas importantes
requieren su tiempo y, al final, lo que cuenta son los momentos, los momentos en
mayúsculas que se te quedan grabados a fuego y que rememoras cuando estás
tumbada en la cama, con los ojos cerrados, e inconscientemente vuelves atrás. Y
todos tenemos un momento, ¿no crees? Un momento que sobresale entre todos los
demás, un momento que te eriza el vello solo con recordarlo, un momento que
darías lo que fuera por volver a vivir. Un momento de extrema felicidad, donde
todo desaparece y solo queda ese instante.
Andrew, tú eres mi momento. Por encima de todo lo
demás, por encima del viaje sin rumbo por Australia con mis amigas, por encima
del día de mi graduación, por encima de la vez que me tiré en paracaídas o de
cuando me hice el primer tatuaje, tú eres mi momento preferido. Y si pudiera,
ahora, quince años después de haberte besado por primera vez, reviviría uno por
uno cada segundo que hemos pasado juntos, sin prisas, sin remordimientos, sin
dejarnos llevar por los dictados del mundo ni por las reglas estúpidas de una
sociedad hipócrita, volviendo tu mundo del revés día tras día. Tal y como vivimos,
tal y como somos, cada segundo que pasamos juntos son mi momento.
Y todos los que aún nos quedan por vivir.
Ya sabes que siempre me quejo de la brevedad y hoy no es una excepción. Por lo demás está bien eh. No sabes lo que me encanta esta temática, es genial. La narradora me encanta pero hay un punto ahí en el que la odio.
ResponderEliminar"un momento que te eriza el vello solo con recordarlo, un momento que darías lo que fuera por volver a vivir. Un momento de extrema felicidad, donde todo desaparece y solo queda ese instante." Dios, maldita sea, como os quiero, a ti y tu dichosa manera bonita de decir las cosas.
Me ha encantado todo hasta que leí lo de Andrew, me decepcionó un poco aunque no sabría decirte el motivo. Tal vez sea demasiado pasteloso.