-
¿Entiendes lo que te estoy diciendo, Amanda? –
me preguntó con voz suave.
Lo miré con el ceño fruncido. No, no lo entendía.
Él esperaba mi respuesta sentado detrás del enorme
escritorio de caoba que lo delataba como alguien que ostentaba un puesto
importante en la cadena de mando. Y, aunque tenía fotos familiares y varios
objetos personales, aquel mueble me seguía pareciendo frío y yermo, como si
succionara la vida a su alrededor.
El hombre sentado tras él tampoco era una persona
con la que yo pudiera simpatizar. Parecía demasiado amable, de una forma falsa
y superficial. Era como si llevara puesta una máscara con una enorme sonrisa
dibujada que realmente escondía una mirada de odio y una mueca de desprecio en
los labios. Así me sentía hablando con él. Fingía ser agradable, fingía
preocuparse, cuando en el fondo le daba igual.
Desvié la vista hacia el pequeño sobre que sostenía
con fuerza, dejando marcas de sudor en los bordes, debido a los nervios. Su
blanco inmaculado solo se veía roto por las feas manchas y por la grafía con el
nombre del hospital, así como con mi nombre escrito justo debajo en letra
cursiva. Ahora, aquella letra me parecía una amenaza velada, sabiendo el
contenido del sobre.
No. Tenía ganas de gritar una y otra vez la
palabra, hasta que se quedara marcada a fuego en mis órganos. No entendía nada
de lo que estaba sucediendo. Mi mente no podía procesarlo, se había quedado
parada entre dos de las palabras que releía una y otra vez en la parte exterior
del sobre y no avanzaba. Alguien me había convertido en piedra mientras
permanecía en aquella silla aparentemente cómoda.
Tragué saliva.
No lo entendía. No quería entenderlo.
-
No… - susurré. La voz se me quebró al pronunciar
aquella única sílaba. Entonces, me di cuenta de que estaba llorando, porque
sentí las húmedas lágrimas deslizarse por mis mejillas.
Unas cuentas quedaron atrapadas en la curva de mis
labios y su sabor salado me impregnó la boca. Otras, más atrevidas, acabaron el
camino de mis mejillas y se lanzaron en una carrera suicida hasta ensuciar un
poco más el sobre que apretaba cada vez con más fuerza entre mis dedos
sudorosos.
Inspiré hondo, pero aun así, no obtuve el oxígeno
suficiente. Boqueé, intentando encontrarlo sin éxito. Me estaba ahogando,
maldita sea. ¿Quién había cortado el suministro de oxígeno en la habitación?
Busqué desesperadamente una ventana que abrir, pero ya estaban abiertas de par
en par todas las del despacho. Entonces, ¿por qué seguía sin poder respirar?
Porque te
estás muriendo, murmuró una voz vacía en mi mente. No había miedo en aquella
voz, pero sí que produjo esa sensación en mí tras oírla. Sollocé muy fuerte,
mientras lloraba cada vez más. El sobre se resbaló entre mis dedos hasta
tropezar con el suelo y me aferré con fuerza a los reposabrazos de la silla,
intentando hallar un punto de apoyo firme en medio de toda aquella tormenta sin
sentido. Un repentino huracán se había cernido de pronto sobre mi vida
intentando llevarse en su camino todo lo que hasta entonces había considerado
inamovible y sólido. Todos los muros que había considerado indestructibles
estaban cayendo uno a uno. Y yo estaba allí en medio, parada, inmóvil,
intentando gritar sin voz.
-
Sé que es duro – dijo la figura de apariencia
humana desde detrás de su escritorio, el cual usaba como separación entre
nosotros. – Le costará afrontarlo.
-
Me está mintiendo – le espeté. Lo miré con los
ojos entrecerrados, aun respirando rápidamente por la escasez de oxígeno en mis
pulmones. – No es cierto. ¡No puedo ser cierto! – elevé la voz hasta
convertirla en un grito y cerré los ojos con fuerza. Más lágrimas, más
respiración agitada, más fuerza apretando la silla. Mis nudillos blancos, el
maquillaje corrido bajo los ojos, la garganta en vías de un destrozo completo.
-
Amanda… Lo siento mucho. – Aunque intentó que su
voz sonara humana, no había nada. Vacío. Aquel puto hombre no tenía
sentimientos.
Incapaz de seguir sentada, me puse de pie de un
salto. Mi bolso, que había estado en mi regazo, cayó al suelo junto al sobre,
pero ni siquiera me fijé. Apreté la
mandíbula y tuve que reprimir las ganas de abofetear a la fría máscara de carne
y hueso que tenía ante mí.
-
¿Que lo siente? ¡Genial! ¡Pero eso no cambia
nada! – Clavé las uñas en la mesa, arañando la lisa superficie hasta entonces
perfecta y haciéndome daño en los dedos en el intento. – Aunque usted lo
sienta, yo sigo teniendo un cáncer incurable. Aunque usted diga que lo sienta,
sentado detrás de su escritorio de madera y con su vida perfecta, yo seguiré
muriéndome de un tumor cerebral que va a devorarme poco a poco hasta que, por
fin, entre en coma. O muera entre horribles sufrimientos.
Tomé aire. Sentía cómo las palabras explotaban en
cada uno de los rincones de mi cerebro y se propagaban al resto de mi cuerpo.
Me sentí fuerte por un instante y decidí aprovechar la situación, puesto que,
en los próximos meses hasta mi muerte, no volvería a sentirme así. Mi estado de
salud empeoraría cada segundo del día. Me convertiría en un cuerpo escuálido y
patético, con los huesos sobresaliendo y sin pelo; los ojos hundidos y la
mirada perdida, esperando el día del adiós definitivo. Así que decidí disfrutar
aquel momento, sabiendo que podría ser el último.
-
Ni siquiera tengo la oportunidad de la quimio o
radiación. Está demasiado avanzado. –
Imité la voz del médico de una forma demasiado aguda, ridícula. - ¡Tengo
veinticuatro años, joder! No he terminado la carrera – Volvía a estar gritando,
pero qué me importaba. Me quedaban seis putos meses de vida, así que ya estaba
bien de moderaciones. Llevaba toda mi vida controlándome, siendo educada y
buena persona. Y la respuesta a todos aquellos buenos actos, a las sonrisas de
bienvenida, a ayudar a los demás, era un cáncer en el cerebro. – Aun no me he
enamorado, ¿sabe? ¡Quería tres hijos! Y tengo un gato. ¿Qué le pasará a él? Mi madre
no querrá cuidarlo.
De pronto, la realidad de la situación se cernió
sobre mí, como si hubiera estado esperando muy quieta hasta el momento
adecuado. Me desinflé como un globo pinchado, dándome cuenta de la magnitud del
suceso. Me estaba muriendo.
Me estaba muriendo.
-
Iba a alquilar un piso con mi mejor amiga el mes
que viene – murmuré, cada palabra produciendo el mismo dolor que un mazazo en
el estómago. – En mayo del año que viene, sería la madrina de boda de mi prima.
– Clavé la vista en mis zapatos, sin dejar de derramar lágrimas, llenas del
dolor que me inundaba los pulmones. – Supongo que tendré que decirle que busque
a otra, porque yo seré cenizas antes del fin de año.
-
Amanda… - el médico habló en un tono bajo y
sosegado, intentando que volviera a mis cabales. No podía. ¿Qué había pasado
con todos mis sueños? ¿Y mis esperanzas? Estaban hechas trizas, convertidas en
polvo y arrastradas por el viento. Tan muertas como lo estaría yo en unos pocos
meses; en medio año.
Seis meses de vida. Era todo lo que me quedaba. Ya
no tenía tiempo de vivir un año en Nueva York. Nunca tendría hijos, ni jugaría
con ellos. No los llevaría al parque. No vería envejecer a mi hermano pequeño,
ni ejercería de abogada. No iba a terminar la carrera, ni a lograr prestigio en
un buen bufete. Uno a uno, todos los sueños que había alimentado desde hacía
dos décadas fueron extinguiéndose, aplastados por un tumor cerebral que
devastaba cada cosa a su paso. Nada, no me quedaba nada.
Gemí en voz baja y me dejé caer al suelo. Apoyé la
espalda contra la silla, rodeé mis rodillas con los brazos, enterré la cabeza
entre mis piernas y lloré. No sé cuánto tiempo estuve allí, sin dejar de verter
lágrimas por mis sueños rotos, mis esperanzas tiradas a la basura y mi cuerpo
enfermo, que se degeneraba poco a poco. Parte de mí murió aquel día, cuando
recibí la noticia de que el cáncer se había adueñado de mi vida y se había
convertido en el señor de mi cuerpo. Fue un dieciocho de julio, viernes.
Siete meses y medio después, el día 14 de febrero,
tumbada en la cama del hospital y con el olor a aséptico a mi alrededor, con mi
madre apretándome fuerte la mano y mi hermano acariciándome el pelo, morí. No
llegué a cumplir los veinticinco años. Nunca terminé la carrera; la abandoné tras recibir la noticia.
No me enamoré. Siempre pensé que, una vez
terminados los estudios, podría centrarme en el resto de mi vida. Que esta
sería perfecta.
Pero los planes nunca salen como queremos. Y yo
malgasté mi vida demasiado tiempo, hasta que fue tarde para enmendar mi error.
No sé de dónde viene esta idea, pero me he vuelto a refugiar en las historias tristes, porque creo que son las que mejor escribo. De cierto modo, la tristeza, la nostalgia, la pena, tienen algo que me llena, que me permite expresar mucho más que los sentimientos positivos. Me permite desgarrar corazones, inundar los pulmones, colapsar el cerebro. Me permite lágrimas. Gritos, miedo, sangre. Desesperación, rabia.
Es mucho más dinámico, más natural (para mí) narrar desde lo negativo. Por eso últimamente estoy algo bloqueada; mi vida ahora mismo está en ebullición. No paro de moverme, de intentar capturar cada oportunidad, y no tengo tiempo para encontrarme a la tristeza. Pero hoy ha vuelto a llamar timidamente a mi puerta y me he alegrado de dejarla entrar.
Me siento un poco más yo cuando escribo entradas así.
Mi espantapájaros. (Irene, no hace falta que abras el link, ya me has dicho que no te gusta la canción).
(P.D. Te debo como un millón de gracias por haber venido conmigo a la obra. Esto no es suficiente recompensa.)
Te odio,te odio y te odio. Joder, me encanta *-* ¡Es perfecta! ¿Cómo puedes escribir así de genial?
ResponderEliminar¡Es taaaan triste y desgarrador *,...,*! Me encanta cuando escribes cosas así,es tan natural (como has dicho,así te resulta).
Mientras leía "una máscara con una enorme sonrisa" pensé inmediatamente en V,¿tú no lo pensaste mientras lo escribías?
PD. no tienes que darme las gracias ni nada por haber ido a la obra e__e