Supongo que siempre fue una gata callejera. Lo supe
desde el día que la encontré, agazapada en un callejón, temblando con el frío
de una noche de enero que se negaba a dejar marchar el invierno. Apenas tenía
un abrigo raído y un par viejo de guantes con más agujeros que tela. Pero, aun
así, rehuyó mi contacto cuando intenté llevarla a casa. Porque pertenecía a la
calle. Sabía vivir entre contenedores de basura, sabía sobrevivir buscando
comida entre los restos que tiraban los restaurantes. Sabía qué zonas debía
evitar y qué noches eran peligrosas. Pero era incapaz de permitir que alguien
la cogiera y la pusiera a salvo, porque no se fiaba ni de su propia sombra.
Nunca supe qué la llevo a ese estado. Si había
nacido en las calles y se había limitado a permanecer allí durante el resto de
su vida; aunque lo dudaba. Más bien, parecía que había sido abandonada y había
acabado malviviendo a base de lo que pudiera encontrar día a día. Por eso, me
rehuyó la primera vez que la intenté proteger. Y la segunda, y la tercera.
Pero insistí. Algo en mi interior se negó a
abandonar a aquella chica, que apenas parecía tener la mayoría de edad,
congelándose y muriendo poco a poco de hambre, de frío o de soledad. Me estremecía
solo de imaginarla por la noche, con las mejillas pálidas, la piel fría y los
labios amoratados, hecha un ovillo para espantar en vano al frío que se colaba
entre los rasgones de sus viejas ropas usadas.
Llevarla hasta mi casa, dos manzanas más allá de
donde la encontré, me costó una larga retahíla de bufidos enfadados y un
arañazo en el brazo y otro en la mejilla derecha. Me obligué a no maldecirla,
porque no era justo. Era como castigar a un perro por morder a la persona que
lo apalea. Solo intentaba defenderse, porque le habían enseñado que debía
hacerlo con todo el mundo. Por alguna razón, mi gata callejera había aprendido
que la gente solo podía hacerle daño y por eso, se cerraba a cal y canto, hasta
de las personas que le tendían la mano en son de paz.
Creo que tardó meses en confiar en mí, aunque no
contribuyó mucho a la causa que la mantuviera encerrada en mi casa durante la
primera semana tras encontrarla. Sabía que me estaba equivocando, pero, ¿cómo
iba a permitir que escapara mientras yo estaba en el trabajo o durmiendo y
volviera a sufrir toda la miseria entre la que había estado hasta que la
rescaté? Me aseguré de que, mientras estuviera dentro de las paredes de mi
piso, las ventanas estuvieran cerradas y bloqueadas, al igual que la puerta de
la entrada.
Cuando la traje la primera noche, la llevé hasta el
baño y la metí en la enorme bañera, mientras la llenaba de agua caliente, que
emitía un suave vapor que calentaba la estancia. Ella ronroneó por lo bajo,
disfrutando del cambio de temperatura. Pero, como todo felino, me gruñó con
fiereza al obligarla a meterse dentro del agua.
Aun así, su cuerpo lo agradeció, relajándose tras
tanto tiempo con un acuciante y constante frío cortando su piel. Una vez toda
la porquería acumulada en su dermis desapareció por el sumidero, pude
apreciarla de verdad. Su pelo caoba, que se ondulaba en las puntas en la mitad
de la espalda. La piel pálida y frágil, con todas y cada una de sus venas
visibles bajo ella, como si mostraran el plano de una ciudad que solo conociera
ella. Ojos almendrados del color del vino tinto, con unas motitas marrón
chocolate que solo podías percibir si te fijabas lo suficiente, y unas pecas en
el puente de la nariz que le conferían el aspecto infantil que me había hecho
dudar de su edad. En realidad, debía de tener unos veintidós.
Me miró con los ojos entrecerrados, mientras mi
corazón empezaba a latir desenfrenado. A ella no pareció cohibirla en lo más
mínimo salir desnuda de la bañera estando yo pendiente de sus movimientos, pero
a mí me alteró la respiración y me erizó el vello de todo el cuerpo ver las
curvas de su busto completamente descubiertas. Me atraganté con mi propia
saliva.
Si hay algo que nunca podré olvidar de aquella
noche, fueron las agónicas ganas que tuve en ese momento de besarla y de atraer
su cuerpo hasta el mío. Nunca había visto nada más hermoso. Pero sabía que no
podía, porque un gato callejero no se deja tocar por un desconocido. Primero
tienes que ganarte su confianza, demostrarle que puede acercarse a tu mano sin
que vayas a dañarlo.
Por ello, me obligué a girarme, mientras le daba
una toalla.
Ella no musitó una sola palabra, ni esa noche ni
durante el siguiente mes y medio. Yo le hablaba continuamente. Le dije que mi
nombre era Zac, pero ella no dio muestras de que le importara. Se limitaba a
mezclar sus miradas de odio hacía mí y las deseosas hacia la puerta, esperando
que la dejara marcharse.
La llamé Katia, por una razón clara: lo único que
sabía de ella, era que era una gata callejera.
Conseguí que comiera y durmiera al calor de la
chimenea de mi piso durante cinco días. Luego, dejó de hacerlo todo. Permanecía
al lado de la ventana, mirando la calle con añoranza. Y entonces, supe que no
podría retenerla para siempre. Era un espíritu libre y prefería vivir medio
muerta en la calle que encerrada en la seguridad de un hogar.
A la mañana del séptimo día de haberla encontrado,
me despedí de ella, le di ropa nueva, una manta, comida y agua y la dejé marchar,
sin llorar ni suplicarle que se quedase.
Katia me miró con desconfianza mientras sostenía la
puerta abierta para que me abandonara. Creo que esperaba que la cerrara de
pronto con crueldad y la retuviera contra su voluntad, porque ella realmente
esperaba que la maltratara. Probablemente, porque era lo que todo el mundo
había hecho siempre con ella.
No puedo negar que tuve ganas de hacerlo. Que
quería retenerla conmigo, aunque para ello tuviera que hacerla infeliz, pero
sabía que ella no me lo perdonaría jamás. Así que apreté la mandíbula y la dejé
marchar, seguro de que nunca volvería a verme reflejado en sus inquisitivos
ojos de ese extraño tono. Ella pasó a mi lado corriendo, huyendo de la cárcel
que le había impuesto.
La eché de menos cada día. Me había acostumbrada a
mi gata. Me gustaba verla acurrucada en el sofá con los pies en el reposabrazos
y la mirada perdida en la televisión apagada. Era adorable verla jugar con mi
perra, haciéndole cosquillas en la barriga. Una delicia observar como degustaba
las sencillas comidas que sabía que no podría disfrutar cuando estuviera en la
calle.
Durante dos semanas, la eché de menos. Pero no me
arrepentía de lo que había hecho. No habría podido dejarla morir en la acera y
tampoco encerrarla para siempre. Todas mis elecciones las había tomado
siguiendo lo que la razón y el corazón me dictaban, así que de ninguna manera
eran decisiones incorrectas.
Un día, súbitamente, volvió. Al llegar del trabajo,
ella me esperaba acurrucada sobre mi felpudo, con la espalda apoyada en la
puerta. Tenía la nariz enrojecida por el frío, pero al menos no parecía tan destrozada
como cuando la había encontrad por primera vez.
No pude contener la sonrisa. Ella no me habló
tampoco en aquella ocasión, pero me siguió al interior del piso, saludó a la
perra revolviéndole el pelaje de la cabeza y se sentó a comer conmigo. Le hablé
durante horas, contándole cada estúpido detalle que se me ocurría. Realmente,
no prestaba atención a mis palabras, con el corazón saltando por la alegría de
volver a verla. Creo que ella tampoco me escuchaba, pero seguía todos mis
movimientos con ojos analíticos.
Se quedó dormida en el sofá y, a la mañana
siguiente, cuando me desperté, ya no estaba.
Seguía siendo una gata callejera, al fin y al cabo.
A partir de entonces, siempre volvió. A veces
pasaban semanas entre una de sus visitas y la siguiente, pero nunca dudaba de
su regreso. La encontraba cuando volvía del trabajo, siempre. Nunca por las
mañanas. Me miraba con sus ojos castaños y sonreía. Cenábamos juntos.
Cuando por fin habló, lo primero que me dijo fue “la
comida estaba maravillosa”. Yo estaba fregando. Me quedé paralizado, incapaz de
creer que aquella voz fuera la suya: clara, suave, cristalina. Perfecta. Me
giré y ella me sonrió tímidamente. Fue en ese instante cuando me di cuenta de
que me había ganado su confianza. Todo un mérito.
Nunca llegó a vivir conmigo del todo, pero poco a
poco me enamoré de ella hasta las trancas. Ambos sabíamos que nunca estaríamos
juntos de verdad, que ella no era de esas chicas que esperan en casa con la
cena preparada. Que ni siquiera era una de esas chicas que tienen casa. Pero a
mí no me importaba. La quería tal como era, con su malhumor y sus fugas. Era mi
gata callejera. Y creo que ella también me quería, a su manera.
Aprendió a abrirse poco a poco. Nunca me dijo su
nombre o me contó su pasado. Me confió que prefería ser Katia a la persona que
había sido antes. Le sonsaqué todos sus gustos. Y ella se trasladó a dormir a
mi cama, con sus piernas entrelazadas en las mías y mi respiración en su pelo.
No éramos una pareja corriente, eso es verdad. Con
el tiempo, ella pasaba cinco de cada siete días en mi casa, pero, de vez en
cuando, se marchaba sin previo aviso y tardaba una semana en volver con el rabo
entre las piernas y las mejillas sucias. Yo la esperaba sentado tras la
ventana, viendo la televisión o escuchando música, atento al momento de verla
aparecer en mi puerta.
Era incapaz de permanecer siempre en el mismo
lugar, pero, sin duda, consideraba esto su hogar. Y nos quería, ¿sabes? Aunque
no fuera una fuente de abrazos y besos, sé que nos quería. Sobre todo a ti,
cariño.
Mamá siempre te quiso. Desde que tú naciste, se
mantuvo más tiempo dentro de casa que fuera. Redujo sus salidas a la mitad y,
luego, las erradicó por completo. Ella sabía que aquello la mataría poco a poco,
porque un espíritu libre no puede permanecer encerrado, pero eligió que
prefería verte dormir cada noche que vagabundear por las calles heladas. Te
quiso más que a nada en el mundo, fuiste lo más bello de su vida.
Nunca dejó de ser una gata callejera, pero encontró
el punto que le devolvió la confianza en los demás. Yo conseguí salvarla de
morir en la calle, pero tú la salvaste de la frialdad de su interior. Por eso,
no debes culparte. Porque, aunque se haya ido, ella siempre seguirá cuidando de
ti y observándote dormir noche tras noche. Y yo siempre seguiré queriéndola,
sabiendo que vivirá para siempre en las calles de la ciudad aunque no vuelva a
acudir a mi puerta.
La verdad es que no sé si he conseguido narrar correctamente toda la historia, pero creo que sí. Lo he intentando una vez más, he intentado escribir sintiendo cada una de las palabras. Puede que no sea mi mejor entrada, pero estoy bastante orgullosa de ella. Estoy orgullosa de Katia, que también es mi gata callejera.
A veces, renunciamos a aquello que nos alegra por las personas que queremos. Pero suele compensar. Katia renunció a vivir su vida como sabía, pero no le importó, porque prefería el amor de su hija.
Ni siquiera tengo una canción para hoy.
Indudablemente algo raro pasa en ti¡¡Llevas, por lo menos, 5 entradas sin poner canción!!
ResponderEliminarA la perra del narrador me la puedo imaginar como Wendy,¿puedo?¿puedo?
¿Sabes? Ya vas siendo tú ^^ has jugado con mi mente durante todo el texto, en ocasiones pensaba que era de verdad un gato, porque no lo es,¿no?
Y si entendí el final como debía entenderlo me permito el lujo de decirte que lo has hecho otra vez,eres una cruel, has hecho algo parecido a lo de espero que vuelvas a susurrarme un "ahora vuelvo" y me encanta *-*