06 febrero, 2012

Ni siquiera tengo nombre, pero... sálvame. (VII)

   Aquel día, la rutina se rompió. Y eso que no seguíamos ninguna. Cuando el despertador irrumpió en el silencio de la madrugada, el primer pensamiento que se me pasó por la cabeza fue que Arizia tenía su mano encima de mi pecho desnudo, encima del punto justo donde mi corazón latía desbocado por su roce. Me miraba a través de las pestañas semi-cerradas con una sonrisilla de buenos días y no pude contener mis ganas de besarle el pelo.
   Pero había algo extraño en la forma en la que me miraba, como si un pequeño destello apenas visible (pero que yo percibía claramente) se hubiera apagado. Cavilé sobre el tema mientras desayunaba con ella en la cocina, hablando de… no puedo recordar de qué hablábamos. Quizá de alguna de las locuras espontáneas que salían de sus labios cada pocos minutos. Pero lo que sí recuerdo con claridad es que, mientras charlábamos y tomábamos café y tostadas, no se llevó ni una vez la mano al pecho, en su hipnótico tic.
   Y eso me asustó, me aterró más que su mirada vacía, que sus labios renuentes y sus gestos opacos. Era como si algo le estuviera fallando. Sugerí con voz apagada no ir al trabajo aquella mañana, pero Arizia insistió con una sonrisa fingida. Las sabía diferenciar bien; esa era de las que usaba antes de conocerme. Antes de que la enseñara cómo gritarle al viento su felicidad cada vez que estiraba los labios en una sonrisa de alegría.
   La mueca hueca que me mostró me paró el corazón mientras salía por la puerta y fui incapaz de dejar de pensarla en todo el día, con el pánico en forma de nudo en mi garganta y la mano a pocos centímetros del teléfono, siempre a punto de llamarla, pero sin atreverme a hacerlo.
   Llegué a casa imponiendo un ritmo normal, aunque mis pies se empeñaban en acelerarlo cada vez que veía su rostro en mi memoria, escondiendo la aflicción sin lograrlo. Quizá un observador inexperto habría caído en la trampa, pero ella era mi Arizia. Mi Lluvia, mis rayos de Sol. Sabía leerla demasiado bien, conocía sus expresiones.
   Desde que crucé el umbral, supe que la rutina se había roto. Ella no había estado sentada en la ventana, esperándome. No estaba escuchando a Fitzgerald y bailando con la gata. La televisión permanecía muda y sola delante del sofá. No oía sus pasos en la cocina. Busqué frenéticamente una nota que denotara su ausencia, pero tampoco estaba.
   Incapaz de razonar, me dirigí al dormitorio. Y allí la encontré.
   Estaba tumbada en el frío suelo de madera, con la mirada perdida en las nubes que se podían observar al otro lado de la ventana. Mantenía la expresión neutra, con los labios entreabiertos. No se giró al percibirme.
   Por un aterrador instante, en el que se me aceleró el pulso, en el que se me colapsaron los pulmones y me subió la bilis por la garganta por el atroz miedo que me invadió, mi cerebro concibió la idea de su muerte. La imaginé con el corazón apagado y la respiración extraviada y estuve a punto de caer de rodillas al suelo, totalmente destrozado.
   Pero ella parpadeó.
   -    ¿A… Ari-Arizia? – conseguí musitar, reteniendo a duras penas las lágrimas.
   Negó con la cabeza, muy lentamente, pero no hizo ningún otro movimiento. Esperé, mientras recobraba la sensatez al asumir que no la había perdido.
   -    Ella no está aquí hoy – fue toda su respuesta.
   -    ¿Qué quieres decir? Hoy no llueve ni hace sol.
   -    Lo sé. Pero tampoco es Arizia la que se encuentra en esta habitación.
   -    No lo entiendo – musité, acercándome a ella.
   Olvidé la chaqueta en la silla al lado de la puerta. Me coloqué a su lado y observé su rostro pálido, aun inexpresivo. Luego, me senté a su lado, sin saber qué movimiento hacer a continuación o cómo llegar hasta ese lugar donde ella estaba, tan lejos de mí y de la realidad.
   -    ¿Recuerdas el día que nos conocimos? – su voz apenas era audible, pero yo no pude dejar de oír con claridad su susurro, porque parecía que mi vida dependía de sus palabras.
   -    No podría olvidarlo ni viviendo un millón de vidas – repliqué. Busqué su mano con la mía y la apreté con suavidad. Ella no me rechazó, pero tampoco dio ninguna muestra de devolverme el gesto. Simplemente, se quedó estática.
   -    Aquel día te dije que, a veces, tenía nombre. Que podía ser Arizia, Lluvia o Sunshine; que dependía de la atmósfera. – Hizo una pausa y no vi la necesidad de responder. Ella tampoco lo necesitaba. – También hay otras veces en las que no tengo nombre. En las que no soy nadie. Hoy es una de esas veces.
   Su tono no contenía ninguna emoción. Era solo… vacío, un cúmulo de palabras sin connotación, sin sentimiento, sin verdad ni mentira. La esencia se había perdido y solo permanecían las sílabas.
   -    ¿Por qué? – no elevé la voz. Sentía que en aquel ambiente yermo cualquier sonido demasiado alto pudiera quebrar el mundo.
   -    No lo sé. Nunca conozco los porqués, solo los hechos. – Cerró los ojos. – Hay días en los que me pierdo y no soy capaz de encontrarme. Hay días en los que dejo de ser yo, en los que me vuelvo nada. Pierdo los sentimientos, pierdo las palabas, las emociones, las sonrisas. Soy incapaz de hallar algo en la voz de Fitzgerald o en el tacto de tus manos. Me limito a sobrevivir, me convierto en un conjunto de músculos y huesos animados por un corazón que los hace moverse. Como un robot sin alma. Por eso, pierdo mi nombre. Un nombre se utiliza para determinar algo, para nombrarlo, para denominar un objeto, una materia, una entidad. En los días como hoy, no soy nada. No hay nada ni nadie a quien denominar y carece de sentido tener una palabra para denominar algo que, simplemente, no es.
   Desvié la vista hacia la ventana, igual que ella, porque no podía seguir soportando la frialdad de su voz. Me daba a entender que no le importaba ella misma o lo que sucediera. Que no importaba yo. Ni cuánto la quería. Era demasiado duro ver sus ojos áridos.
   Los dos permanecimos en silencio, porque ninguno tenía nada que decir. O ambos lo teníamos y ninguno sabíamos como transformar tantos estallidos de ilógica en palabras.
   Con movimientos suaves y sin soltar su mano, me tumbé a su lado en el duro suelo de madera, entre ella y la cama, sin apartar la vista de las nubes. Lentamente, recorrí su mano con mis dedos cálidos. Luego, la besé. Fue algo irracional, sin maldita lógica ni sentido. Pero necesitaba encontrarla, necesitaba sentir que ella, mi ella, permanecía en el cuerpo que estaba a mi lado. Porque, de lo contrario, me habría roto en demasiado pedazos.
   Y la encontré. Sus vestigios estaban allí. Al principio permaneció impertérrita ante el roce de nuestros labios, pero luego algo cambió. Y, aunque empezó como algo pequeño, como un simple parpadeo a destiempo, fue aumentando. Se convirtió en el apretón de su mano contra la mía, en su otra mano aferrada a mi cabello, a sus labios respondiendo a los míos. Y en sus lágrimas, sobre todo en las pequeñas gotas que resbalaron por sus mejillas humedeciendo nuestro beso como una bendición. Porque seguía sintiendo. Seguía siendo, aunque no supiera el qué.
   Me separé de ella un instante, para observar sus ojos. Si había algo de lo que estaba enamorado, era de sus iris tormenta, de la forma en la que brillaban cuando se reía, del destello de lujuria cuando la llevaba al orgasmo, del deje de nostalgia cuando bailábamos escuchando la música del tocadiscos. Y allí estaba, la chispa. Esa que siempre, siempre, aparecía en su mirada cuando me observaba. La que me perseguía cuando corríamos por la calle en los días de lluvia y resplandecía con luz propia cuando la besaba. Podrían llamarla Amor, pero esa palabra no podría hacerle justicia. Era más, era vida, pasión; era necesidad, dependencia, adicción, afecto. Éramos ella y yo.
   -    No te preocupes, pequeña. Pase lo que pase, seas quien seas, estés donde estés, yo te encontraré. – Le susurré al oído, mientras las lágrimas seguían resbalando por sus mejillas.
   Luego, nos acompañó el silencio, roto únicamente por nuestras respiraciones alteradas y nuestros corazones atolondrados y enamorados. La apreté con fuerza contra mi pecho y ella se clavó a mis esternón y se aferró a él con uñas y dientes.
   Porque todos necesitamos un nombre, necesitamos ser. Y si ella no era capaz de encontrar algún día el suyo, a mí no me importaba compartir el mío.

  Iba a estudiar. Iba a abrir los libros y centrarme en historia. Pero tenía a Arizia dándome vueltas en la cabeza. Tenía todo eso contenido en mi cerebro y, claro, así una no puede.
  Espero que haya merecido la pena dejar las obligaciones para otro día. Para mí, sí, la ha merecido. No sé por qué, pero me gusta. Mucho. La pérdida de uno mismo, la incapacidad de encontrarse y la necesidad de alguien que nos tome la mano justo cuando créemos que caéremos en la vorágine de la desaparición. El apoyo, el amor.
  La sinfonía de este fragmento ha sido Somebody that I used to know. El título de la canción queda como un guante para la historia, la verdad, aunque la letra... no tanto. Aún así, es una canción preciosa.
   Gracias. Creo que con esta termino una nueva tanda de historias de Vic y Arizia (como siempre, están todas en It's raining in my soul, está vez a la derecha de la entrada). Porque, después de esta, ya no sé qué más decir.

4 comentarios:

  1. Esto es barroco tía jajajajajajajajajaja
    ( ya sé que no tiene mucho que ver )
    Cuando empecé a leerlo, mi mente, al tiempo que seguia avanzando en la historia, comenzaba a cavilar un plan malvado contra ti... Pero bueno, he de admitir que me has sorprendido, para bien. Me ha gustado mucho!!!! creémos.. ejem te mato? o ... te mato?

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  2. .... sí...
    jajajajajajja lo suponía xD Yo cuando empecé a escribirlo también lo pensé, pero me prometí ser buena :)
    Me aleeeeeeeeegro :D
    Y sí, mátame xD.

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  3. Si me dejas matarte no tiene gracia, mas que sea finge los gritos.

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