29 diciembre, 2011

Vienes acompañada del sentimiendo del hogar, porque solo a tu lado estoy en el lugar al que pertenezco.

Había oído miles de veces en las películas que, cuando estás a punto de morir, ves toda tu  vida pasar por delante de tus ojos. Pero lo que nunca me habían dicho es que cuando la persona que va a sufrir esa desgracia es aquella a la que más quieres, lo que ves son los recuerdos de los momentos que pasaste junto a ella.
Intenté agarrarla de la mano cuando el semáforo cambió bruscamente de rojo a verde y el coche aceleró. Pero ella se había perdido en el brillo de las estrellas, que parecían despedirla aumentando su fulgor al máximo. Como siempre, movía los pies como una bailarina experta y fui incapaz de sujetarla a tiempo. Ella dio un giro, hasta quedarse de espaldas, mirándome, y, al ver mi expresión aterrada, fue cuando el coche la atropelló.
Justo en aquel instante, mientras su cuerpo volaba unos metros hasta chocar contra el frío pavimento, recordé el momento que la vi por primera vez.
Estaba en las escaleras exteriores de la biblioteca pública en una mañana gélida de enero, con apenas una chaqueta ligera y una bufanda cubriendo su pequeño cuerpo. También llevaba un gorro, de esos con un pompón en la punta. Devoraba un libro, uno de tantos, haciendo caso omiso de mí y del resto de personas que iban y venían a su alrededor.
Me atreví a hablar con ella una semana después. Cada mañana estaba en el mismo lugar, fuera del edificio. Y le pregunté, tímidamente, porqué no entraba. Ella me miró, sonrió, y me contestó que le gustaba el frío. Esa fue la siguiente imagen que cruzó mi mente, su sonrisa mientras me decía que le encantaba sentir el viento helado en las mejillas, que lo prefería con creces a la falsa calefacción de la biblioteca.
Tardé mucho en decirle algo más que hola. Como una sucesión de imágenes inconexas, la siguiente que me embargó fue cuando le propuse tomar café en un establecimiento cercano, porque estaba tiritando de frío. Y su risa, repiqueteando en el local mientras bebía a sorbos un chocolate caliente con un poco de nata. Como a ella le gustaba.
La secuencia siguió en un período de tiempo que apenas fueron unos segundos. Lo recuerdos se sucedían con rapidez: aquella vez que fuimos al cine, las pizzas en el italiano de la calle trasera de la biblioteca, sus sonrisas, la forma que tenía de fruncir el ceño, su manía de tirarse de las mangas de la chaqueta para que le cubrieran las manos. Y su risa, una y otra vez resonando en mis oídos.
Corrí hasta su cuerpo tirado en la carretera. No había sangre, pero tenía los ojos cerrados con una dolorosa expresión de vacío.
-          ¡Abbie! – chillé, mientras las lágrimas pugnaban por ahogarme. – Abbie, despierta, por favor.
Oí gritos de fondo. Alguien decía que llamaran a una ambulancia. El conductor repetía una y otra vez que él no tenía la culpa, que la chica había cruzado con el semáforo en rojo. Un perro ladraba y había un bebé llorando en alguna parte no lejos de nosotros.
Pero nada de aquello importaba. Solo que Abbie despertara, que me volviera a mirar de esa forma tan particular, como si estuviera analizándome.
-          Maldita sea, Abbie – supliqué con la voz rota de dolor. – No me puedes dejar, no ahora. ¡Vuelve conmigo! Yo… te necesito. Te quiero. Joder, te quiero más de lo que podría decir con palabras, con actos y con besos. Eres… tú. – Se me atragantaban las palabras en la tráquea, porque el nudo del estómago me impedía respirar.
Alguien me tocó el hombro, pero lo aparté bruscamente.
-          ¡¡Abbie!! – Volví a gritar, desgarrándome por dentro. No quería mis pulmones sin que ella los llenara de oxígeno. – Sin ti, no puedo seguir adelante. Necesito tu risa y tus manos cálidas apartándome el pelo de la cara. ¿No te has dado cuenta de que dejo que me caiga sobre los ojos solo para que seas tú la que lo quite de ahí?
-          Claro… que me… he dado cuenta – susurró. Por un momento, pensé que mis oídos me engañaban.
Entonces, ella parpadeó, muy lentamente. Sus ojos permanecieron desenfocados por un momento y luego se centraron en mi rostro, rebosante de lágrimas.
-          Hey – consiguió decir a pesar del dolor.
-          Abbie – mi voz sonó como un suspiro de alivio. Sonreí. - ¿Cómo se te ocurre hacerme esto? Creía que te perdía.
-          ¿Tan importante soy? – era incapaz de hablar más alto del volumen de un murmullo, pero yo no tenía problemas para escucharla, pues solo sus palabras podían atravesar el muro que me rodeaba.
-          Más. Te quiero, Abbie. Te quiero desde la primera vez que te vi helándote de frío en las afueras de la biblioteca. Todos los cafés a los que te invité venían acompañados del aroma de la necesidad que sentía de tus caricias. Eras la persona a la que dibujaba mientras esperaba sentado en el banco de la estación. Iba quince minutos antes de la hora acordada, solo para estar ahí cuando aparecieras doblando la esquina. Siempre vienes acompañada del sentimiento del hogar, como si solo a tu lado estuviera en el lugar al que pertenezco. Maldita sea, te quiero.
-          ¿Y por qué me has hecho esperar tanto tiempo para oírlo? – susurró con una sonrisa en los labios antes de dejarse llevar por la inconsciencia.  

4 comentarios:

  1. No, no y no. ¿ Y ya está? ¿¡MUERE!?

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  2. Te vas a convertir en unas de esas escritoras a las que quiero matar por dejarme a medias...

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  3. Jajajajajajajajajaj ¡Eso es lo divertido! ¿Quieres que muera? ¿Que viva? Puede ser lo que tú quieres que sea, tú creas el final. Sinceramente, yo no creí que muriera xD Al fin y al cabo, el coche apenas tenía velocidad cuando lo arrolló, el golpe no fue tan fuerte.
    No me odies :( El próximo tendrá un final cerrado...

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  4. Y tan cerrado que lo tiene!!!!!!!!! pobre raimbow que se queda sola jo

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