24 diciembre, 2011

Siempre había sido una reacción química con demasiadas posibilidades de explotar.


Me miré en el enorme espejo del baño público, que estaba completamente vacío. Tenía las mejillas rojas y una fina capa de sudor me cubría el rostro. Aun llevaba el gorro bien calado, pero me había deshecho de la bufanda porque parecía estar asfixiándome. Y no había suficiente oxígeno en la atmósfera para evitar que mis pulmones siguieran ese ritmo frenético. Por un momento, estuve segura de que me iba a dar un maldito infarto.
Agaché la cabeza y me eché un poco de agua fría en la nunca, intentando (aunque sabía que no serviría de nada) calmarme.
Sus manos me rodearon la cintura y sus labios empezaron a recorrerme la oreja.
Abrí los ojos, sobresaltada y nuestras miradas se cruzaron en el espejo. Sus ojos azules brillaron, con las pupilas tan dilatadas por el deseo como las mías.
En aquel instante, mientras sus manos empezaban a ascender por mi espalda, me di por perdida. La lujuria se había apoderado de mi cerebro. Su mirada me había hipnotizado, sus labios me mantenían cautiva bajo las caricias ascendentes de sus manos. Y sentí un deseo inaguantable de acercarlo todo lo posible a mí, de sentir cada uno de sus músculos contra mi piel y de unirnos hasta fusionarnos en uno solo.
Me di la vuelta y él me aferró con fuerza, pero sin hacerme ningún daño. Sus manos volvieron a descender hasta llegar a mi trasero. Me levantó con facilidad y me colocó encima del lavabo, donde mis piernas rodearon su cintura casi por voluntad propia.
Aun no sabía su nombre, pero, joder, no me hacía falta. No me hacía falta nada más que su mirada clavada en mis pupilas y su sonrisa, experta en acelerar mi corazón hasta el límite permitido.
-          ¿Te he dicho ya que eres preciosa?
-          No hace falta que me hagas la pelota. Ya soy tuya.
-     Cariño, las verdades nunca sobra decirlas. – Una de sus manos abandonó mi cintura para acariciarme el rostro.
Sonreí como una idiota mientras me recorría las mejillas con los dedos, hasta llegar a mi cuero cabelludo. Siguió ascendiendo, hasta que alcanzó mi gorro y me lo quitó de un tirón. Mi cabello color zanahoria cayó ocultándome parcialmente el rostro y se extendió por mis hombros como un escudo infranqueable.
-          Debí imaginarlo. Siempre me ha enloquecido el aroma de las pelirrojas.
-       Oh, vaya. Y yo que pensaba que era la única -  bromeé, acercándome peligrosamente a él.
Debí haberme olvidado la cordura en casa aquella mañana, porque la demencia era la que guiaba todos y cada uno de mis actos. Aspiré su olor, aquella extraña mezcla de cuero, atracción, pasión y un matiz desconocido, que me llevaba a la locura por completo. Con nuestros labios a esa distancia, era incapaz de razonar. De pensar, de cavilar. Todas mis neuronas parecían haberse roto y me guiaba el hipotálamo, por lo que mi comportamiento había empezado a ser ilógico. Oh, maldita y adorada lujuria.
-        Oh, cariño. Nunca había encontrado ninguna como tú – respondió él. El destello de sus dientes mientras esbozaba aquella sonrisa de chico malo fue demasiado para mi bienestar mental.
Mis labios buscaron los suyos por voluntad propia mientras mis manos se aferraban a su cuello, apresándolo contra mi cuerpo. Le mordí el labio en un arranque pasional que no pude racionalizar y él me apretó más contra su torso. Sus manos atravesaron la barrera de mi abrigo, se deslizaron bajo mi blusa y buscaron mi ombligo. Luego, comenzaron a subir.
Quise sentirme disconforme por su atrevimiento. Quise desear que parase, ser… ¿decente? Debería haber sido una chica respetable y… mojigata. Pero no lo era. Siempre había sido una reacción química con demasiadas posibilidades de explotar. La sensatez no había sido nunca mi punto fuerte, ni la capacidad de detenerme una vez perdido el control.
Solía dejarme arrastrar por las emociones. Y aquella vez, deseaba tanto hacerlo que mandé a la mierda la moral y la ética sin demasiado detenimiento.
Mi lengua buscó la suya, mientras mi cabello nos hacía cosquillas a ambos. El beso empezó siendo simplemente apasionado y terminó volviéndose voraz. Parecíamos querer consumirnos en el otro, convertirnos en las cenizas restantes, los rescoldos de una pasión devastadora. Le arañé el cuello sin querer y él se río, de ninguna manera disgustado.
Busqué el extremo de su camisa con las manos y me colé por debajo, para recorrerle los abdominales con las manos. Luego, subí hasta los pectorales.
Él se alejó un paso de mí y yo gemí, disconforme. Se quitó la camisa con un gesto rápido y volvió a mis brazos expectantes. Mientras su boca volvía a buscar la mía, me deshice del abrigo. Y él se encargó de mi blusa, dejándola tirada en algún lugar a mi espalda.
Trazó una serie de dibujos invisible en la parte baja de mi espalda con sus dedos, causándome escalofríos por todo el cuerpo por su tacto suave. De alguna manera, era terriblemente dulce, aunque pareciese fiero. Era como si representara los dos extremos. Me hacía perder la razón.
Justo cuando él buscaba el cierre de mi sujetador y yo el de su pantalón, la puerta del lavabo se abrió lentamente.
Y, entonces, fui capaz de recordar que estábamos en un baño público en una estación de trenes abarrotada. Y que no sabía su nombre. Que estaba medio desnuda, con mis piernas rodeando su cintura y mis labios anclados a los suyos, y que era un completo desconocido.
Lo alejé de mí mientras buscaba frenéticamente mi camisa perdida. La encontré tirada en algún lugar a mi espalda, sobre el lavamanos. Me la puse mientras él se colocaba la suya, pero la mujer que había abierto la puerta ya nos había pillado in flagrante delito. Nos miró a ambos, con los ojos abiertos de par en par, retrocedió, negó con la cabeza desconcertada y tuvo el detalle de darse la vuelta e irse. Podría haber sido una mirona o, peor aún, una gritona.
Al menos, nos dejó intimidad.
Lo miré, aunque no sabía si era una decisión acertada. Siempre eran sus ojos los que me hechizaban.
-          Quizá no deberíamos hacerlo aquí – conseguí decir.
-          Es cierto. Podrían entrar más mujeres con necesidad específicas.
Me reí, bajándome de un salto de mi asiento improvisado.
Creí que me sentiría ridícula o avergonzada, pero no. Debía estar abochornada por mi comportamiento, y tampoco.
-          Tengo que llamar al trabajo.
-     Espero que para decir que estás enferma – replicó él, con su perenne sonrisa asomando a su rostro.
-      Por supuesto. Tú me has dejado taquicárdica y no podría concentrarme.
Huimos de allí en busca de un lugar, cualquiera, donde poder conocer nuestros nombres.

Período de prueba para este fragmento. ¿Lo dejo? No me acaba de convencer. Pero, por otro lado, me gusta. No sé. Soy una indecisión constante. Resuélveme esta duda.

2 comentarios:

  1. ¿¿¿¡¡¡QUÉ CREES QUE TE VOY A DECIR!!!???
    Pues no, no te voy a decir que lo dejes, directamente que mucho estás tardando en decirme el nombre de ese buenorrísimo, así que venga, ni navidad ni nada, a escribir.

    ResponderEliminar
  2. Me vas a decir que no mola, te conozco :(
    Jajajajajajajajajajaj ¿Otra parte, pues? Pero la última, really.

    ResponderEliminar