23 diciembre, 2011

Pero yo tampoco fui nunca una chica prudente.


De los miles de trenes que pasaban cada día por la estación, él tuvo que subir al mismo que yo. Y de las millares de probabilidades que podían haber sucedido, precisamente tuvo que ser esa.
Podríamos haber pasado el trayecto sin mirarnos. Podría haber llamado a cualquiera y pasarme la media hora de viaje hablando por teléfono, sin prestarle mayor atención a los demás pasajeros. Podría haber conseguido un asiento y ponerme a leer Orgullo y prejuicio, que llevaba cargándolo en el bolso desde que salí de casa sin tiempo para retomar la lectura.
Pero nada de eso sucedió. El tren iba demasiado lleno y llegaba tarde para coger el siguiente. Mi móvil había consumido la poca batería que le quedaba en la última llamada, a Sue, para pedirle que recogiera la cena del restaurante de la esquina, que yo llegaría tarde del trabajo. Y él se situó a mi lado, con los auriculares puestos y la mirada perdida del que acaba de despertarse.
El aburrimiento me llevó a observar a las demás personas que se habían visto obligadas a coger el tren esa mañana de enero, todas abrumadoramente abrigadas, porque el frío se había adueñado de la ciudad con fiereza, cubriéndola de un amedrentador manco blanco que parecía no querer desaparecer hasta la llegada de la primavera. Yo misma iba demasiado tapada, hasta el punto que solo se me distinguían los ojos azabaches y la nariz llena de pecas.
El trío de señoras mayores de la derecha no captaron mi atención más de unos segundos, con su aburrida charla insustancial sobre el tiempo y las viejas articulaciones. El hombre de negocios estaba demasiado centrado en su periódico y nunca me había gustado la prensa. Dos chicas cuchicheaban con sus móviles en las manos, tecleando más rápido de lo que mis ojos podían creer. Y, el resto de pasajeros de la línea, dormían esperando el final de su viaje particular.
No hubo modo de impedirlo. Acabé reparando en él, porque su cercanía empezaba a abrumarme. Se me cortó la respiración un segundo, al descubrir que sus ojos azules me estaban observando, con un brillo pícaro en sus pupilas dilatadas y esa sonrisa de chico malo que enloquece hasta a las menos atrevidas.
El pelo rubio pajizo le caía en mechones desordenados sobre los ojos, acentuando su aire de peligro. Y el olor del cuero de su chaqueta me hizo acercarme más de lo recomendable.
Química, peligrosa química, que impulsó a mi sistema hormonal a trabajar a toda velocidad. Retrocedí, dándome cuenta de nuestra cercanía. El rubor se extendió por mis mejillas, resaltando las manchas que sobresalían en mi piel pálida. Desvié la mirada hacia la ventana, por donde el paisaje iba a demasiada velocidad.
Debería haberme apartado de él cuando estuve a tiempo. Debería haber alejado mis ojos de su rostro y mi vida de la suya.
Pero yo tampoco fui nunca una chica prudente.
Al cabo de un minuto, volví a mirarlo a través de las pestañas, medio queriendo medio desesperándome porque siguiera mirándome. Sonreía, con sus ojos clavados en mi rostro. Y no pude evitar la sonrisa que se me escapó.
Se acercó, con los auriculares en sus oídos, y pude oír el atronador sonido de la música demasiada alta rompiéndole los tímpanos. Y me gustó, me gustó demasiado para mi salud. Supe que estaba jugando a un juego peligroso cuando me acerqué a él hasta que nuestros alientos se mezclaron. Él ladeó la cabeza y yo me mordí el labio.
Atracción, en su estado más puro. Éramos como los lados opuestos del imán, atrayéndonos a una velocidad vertiginosa. Íbamos a estrellarnos y se originaría el caos más puro al estallar.
Colisión en tres, dos, uno…
Susurré las palabras, precisamente con el fin de que tuviera que quitarse los cascos para escucharme hablar. Y lo hizo, por supuesto.
-       ¿Decías? – Su voz era como la droga que tanto había buscado sin ni siquiera saberlo. Era un maldito hipnotizador de serpientes y el magnetismo de sus iris azules me tenía cautiva.
-        Que esta es mi parada. – Repetí; cada sílaba deliberadamente pronunciada. – Si me disculpas.
Vi la sorpresa en su rostro, pero pronto fue sustituida por su sonrisa de depredador al acecho. Su aroma, a una sustancia prohibida que ansiaba poseer, me mareó por un instante.
Una imagen pasó por mi mente. El baño público, sus manos recorriendo mi espalda debajo de la blusa y mis uñas clavadas en sus hombros, mientras me recorría con los labios el cuello. Y deseé con tanta fuerza que ese pensamiento fuera cierto que supe que tenía que salir de allí corriendo.
-      Si me permites. – Me escabullí de la presa de su mirada y salí del tren. En la parada equivocada.
No importaba. Ya no iría al trabajo, no podría concentrarme con el recuerdo constante de unos ojos azules buscando mi mirada azabache y mis deseos de rodear su cintura con las piernas y no dejarlo marchar hasta que nos sorprendiera el amanecer.
Huí de la salida, giré en una esquina cualquiera y me apoyé en la pared, con la respiración alterada y el corazón bloqueándome la garganta. Me clavé las uñas en las palmas de las manos, en un esfuerzo por serenarme.
-     Qué coincidencia. Esta también es mi parada. – Su voz me sorprendió. Gratamente. Y mi corazón volvió a reanudar un ritmo enloquecido, mientras la sangre me pitaba en los oídos.
-          ¿Me estás persiguiendo?
-        Puede. Te has ido sin decirme tu nombre, y no podría conciliar el sueño sin saberlo.
-         Vaya técnicas de seductor. Apuesto a que vuelves locas a las chicas. – Levanté la vista hacia el techo, esforzándome en regular mi respiración alterada.
Pronto, sus ojos entraron en mi ángulo de visión. Y entonces supe que ya estaba perdida, que la corriente me había arrastrado fuera del radio de control.
-          Dímelo tú.
De algún modo, que mi razón jamás logrará comprender, sus labios estaban en los míos. Ninguno nos movimos o quizá lo hicimos los dos. Atracción. Me fundí con él, pero conseguí mantener las manos en la pared, para no cometer más locuras. Y, aun así, la pasión fue un incendio que nos consumió a ambos, solo con nuestras lenguas bailando al mismo compás. Y su aroma enloqueciéndome, mi cuerpo a punto de estallar.
Cuando nos separamos, estaba jadeando. Y sonreía.
-         No hacía falta todo este numerito para conseguir mi número. Te lo habría dado igual.
Él se rió, mientras se apoyaba a mi lado en la pared.



Creo que, a veces, sobra la prudencia... Me planteo una continuación, ¿opinión?

4 comentarios:

  1. POR FAVOR NO TE LA PLANTEES, ¡HAZLA!
    Y por cierto, mi prototipo no son los de los ojos azules, son los de los ojos verdes, pero bien de todas formas jajajajaja Me he enamoradooooooooooooooooooooo

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  2. Pero es que no pensaba precisamente en TU prototipo, guapita. Esperaba que dijeras sí, porque la continuación, créeme, te gustará aun más.
    Hamor.

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  3. Siempre habla quien más tiene que le digan...

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