26 diciembre, 2011

Ojalá volvieras a susurrarme un "ahora vuelvo".


Recuerdo la primera vez que me dijo “ahora vuelvo”, porque, aquella fue la única vez que el ahora se mantuvo en un período de tiempo adecuado. Tardó diez minutos en regresar a mi lado y abrazarse a mí tumbada en la cama, con su pelo rubio desparramándose sobre la almohada.
La siguiente noche me desperté justo cuando ella separaba su cuerpo del mío. Se dio cuenta de que había abierto los ojos, sonrió y volvió a susurrarme las mismas palabras, con ojos dulces. Asentí, aun en las garras del sueño, y me acurruqué para volver a sumirme en la inconsciencia. Una hora más tarde me desperté y ella seguía sin estar en su lado de la cama. Me levanté, preocupado, y, justo cuando iba a salir por la puerta del dormitorio en su busca, ella apareció con un vaso de agua en la mano. Sin decir una palabra, me cogió la mano y volvimos a la cama. Jamás le pregunté a dónde había ido, quizá porque temía descubrirlo. Y tampoco lo hice ninguna de las otras noches en las que la pillé cuando se escabullía por la puerta.
No sabía por qué lo hacía de noche, pero algo en mi interior me gritaba que no podía ser bueno. Reconozco que me asusté y que más de una vez el insomnio fue el que me hizo compañía mientras esperaba su regreso.
Porque sus “ahora vuelvo” cada vez se alargaban más y más. Ella siempre sonreía antes de marcharse y cuando volvía, pero el período de tiempo se estiraba como un chicle usado. Y lo que al principio fueron diez minutos se convirtieron en cinco, seis horas. En la noche entera.
Al final, regresaba casi al alba. Se tumbaba en la cama, me pasaba el brazo por la cintura con un suspiro y esperaba los minutos restantes hasta que sonaba el despertador. Entonces, me deseaba un buen día en el trabajo, sin comentar nada acerca de mis ojeras por esperarla toda la noche en vela, y se dormía con los rayos solares iluminando su rostro.
Ahora sé que fui un estúpido, que debería haberle preguntado desde el primer día por sus desapariciones. Preocuparme por sus idas y venidas, averiguar qué estaba haciendo y porqué, ayudarla si era posible. Pero no lo hice, me mantuve como un idiota ignorante despierto cada noche esperando su regreso sin decir una palabra.
Sus “ahora vuelvo” desaparecieron una mañana de abril. Esperé mucho después de que la alarma me avisara de que algo iba mal, de que ella ni siquiera había vuelto antes de la salida del sol aquel día. De algún modo, supe que sucedía algo terrible y me quedé en la cama, con los ojos cerrados y bloqueando el miedo, rezando para que ella regresara de pronto y me dijera, riendo, que se le había hecho tarde aquella vez.
No sucedió. Denunciaron su desaparición tras dos días sin aparecer por casa y entonces sí que dejé que el terror me sumiera en la decadencia. Y que las lágrimas fueran la única compañía en su falta.
Nunca, jamás, descubrí qué la ocupaba cada noche, qué la hacía volver tarde y la preocupaba de tal modo. Fui un cobarde y fui recompensado con su ida. Pero tampoco pude saber nunca si fue voluntaria o no.
Y ahora, echando un vistazo al pasado, me doy cuenta de cuánto la echo de menos. Y de que no debería haberla dejado escapar nunca de mi cama, donde estaba a salvo entre mis brazos.

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