54 South Lone Street, California, USA.
Observó el papel una vez más, aunque, realmente, no
había necesitado echarle ni un solo vistazo. Se sabía la dirección de memoria
desde mucho antes de haberla anotado, pero el miedo a olvidarla cuando estaba
tan cerca de volver a verla le había llevado a dejarlo todo minuciosamente
revisado; no quería dejar margen a un error ínfimo, porque aquel era el momento
que llevaba esperando los últimos tres años y medio.
Y la recordaba a ella. Parado frente a su puerta,
con el trozo de papel a rayas (arrancado de una libreta, con los márgenes
irregulares por haberlo hecho con demasiada prisa) con aquellas palabras
escritas con su letra (siempre había sido ilegible, pero, en aquella ocasión,
se había esforzado para que la frase fuera clara, que las letras bailaran con
gracia sobre el papel), se preguntaba una y otra vez si sus recuerdos se
corresponderían con la realidad. Quizá después de tanto tiempo alimentándose
únicamente de lo que su memoria le aportaba y sin hechos reales con los que
comparar, había acabado idealizándola, como hacían todos los locos enamorados con
sus amadas: volverlas más guapas, más simpáticas, con una sonrisa más hermosa.
O quizá ella habría cambiado de verdad.
Cinco años era demasiado tiempo. Probablemente,
ella lo habría olvidado.
Mientras él se había aferrado a su rostro, a la
forma en la que su nombre lo asaltaba en los peores momentos, para lograr
sobrevivir, ella habría pasado página, terminado el capítulo, puesto el punto y
final a una historia de amor marchita y cerrado el libro titulado con sus nombres.
Entonces, ¿qué hacía allí? Si ya lo sabía, ¿por qué
se autoflagelaba parado frente a su buzón, buscando el valor para tocar a la
puerta y volver a verla?
No debería querer verla. Nunca más. Debería haberse
ido a la otra punta del país, encontrar un trabajo estable y empezar desde
cero. Debería haberla olvidado, sacarla de cada una de sus células, marcadas
con su nombre, su aroma, el sabor de sus labios y su risa.
Ella lo había dejado. Cerró los ojos cuando el
recuerdo llegó, con las oleadas de dolor que siempre lo acompañaban. Una carta,
había sido mediante una maldita carta.
“Te quiero,
Sam, pero no lo soporto más. Nunca, en mi vida, podré amar a nadie como te amo
a ti, pero cinco años sin verte es un dolor demasiado grande. Noto tu ausencia
cada segundo del día. Soy incapaz de comer, de dormir, de vivir sin ti a mi
lado, siempre esperando el momento de encontrarnos. Eres como la droga a la que soy adicta y que no puedo encontrar
en ninguna parte. Entiéndeme, por favor. Entiéndeme.
Pensarás que
hay otro. ¿Cómo podría ser eso cierto? Ninguno podría hacerme sentir como tú lo
haces. Nadie me abraza, me besa, me toca como tú. Eres el motivo de todas mis
risas, estés o no. Mi corazón se terminará de destrozar cuando selle el sobre
donde va esta carta y la mande al buzón y nadie podrá recomponerlo de nuevo,
porque sus fragmentos solo te pertenecen a ti.
Entiéndeme,
te suplico una vez más. Porque, si murieras en esa maldita guerra mientras yo
estoy aquí intentando sobrevivir con la esperanza de que regreses algún día,
creo que se me colapsaría el cuerpo y entraría en paro cardíaco o en coma. Hay
cosas que una persona no puede afrontar y… tu muerte es la única que existe para
mí. Perdóname por esto, por la despedida más dura que jamás he llevado a cabo.
Te querré para siempre, aunque nuestros destinos ya no sean uno”.
Había leído la carta tantas veces, que podría citar
cada una de sus comas. Había manchado el papel de sus lágrimas, que, juntos con
las que ya había añadido ella al escribir aquel adiós, habían llenado la
totalidad de la hoja.
El Ejército había sido su peor decisión, un error
tomado en su ingenua juventud que había condenado su futuro por completo. Con
dieciocho, había pensado que la mejor elección que podía hacer por su país era
participar en una lucha que, en realidad, nunca había sido suya.
Y, cuando con veintiún años, tras un año y medio de
relación con Marie, le habían mandado una notificación informándole de su
inmediata partida hacia Irak para ayudar en la resolución de un conflicto
bélico, ya se había arrepentido más que suficiente de haber sido tan
imbécil. Pero era demasiado tarde y solo
pudo coger el avión para alejarse de la única persona por la que estaba
dispuesto a morir y no por un ridículo conflicto entre dos ideologías, que en
el fondo eran hermanas.
Marie había aguantado dos años. Hablaban por
teléfono de vez en cuando, cuando era posible, y se mandaban cientos de cartas.
Él le escribía todos los días, antes de dormir, porque así se aseguraba de
mantenerla en su mente un día más. Ella era su fuerza, la que lo impulsaba a
sobrevivir entre el estallido de las bombas, la muerte sus compañeros y el
asesinato de cientos de inocentes que no tenían la culpa de que la política
fuera una mierda sinsentido. Por ella, se había obligado a agarrar el arma con
fuerza y matar antes de que una bala de su enemigo le perforara la arteria
aorta.
Y, entonces, Marie se había rendido.
Al principio, la primera vez que leyó la carta, no
había entendido qué quería decir. Su cerebro no podía captar el mensaje, porque
aquello no era real. No lo era, y punto.
Luego, lo invadió la furia. Arrugó la carta y la
tiró contra la pared con todas sus fuerzas. Cerró la mano en un puño, con los
nudillos blancos, y la estrelló contra la pared una, dos, tres veces, hasta que
la sangre le empapó los dedos y se extendió por su muñeca.
Ella lo había dejado. Ella, que estaba a salvo en
casa, sin poner su vida en peligro cada minuto, que no podía ser víctima de un
ataque sorpresa y morir en mitad de la noche. ¿¡Ella no lo soportaba?! Él era
el que se estaba jugando el cuello, el que tenía que lidiar con el maldito
estrés de la eterna cercanía de la muerte.
Cuando la rabia pasó, se convirtió en agonía. Se
tiró al suelo, con las manos en la cabeza y las lágrimas desbordadas. Lloró por
él durante mucho rato. Y, luego, por ella, cuando al fin lo comprendió.
Cuando se puso en su lugar, con el sentimiento constante
de saber que la vida de la persona que más amabas podía acabar mientras tú
dormías o hacías la compra y que no te enterarías hasta que fuera demasiado
tarde. Y que no podrías hacer nada por remediarlo, por mucho que desearías ser
tú el que muriera en su lugar. La terrible impotencia que sentiría, sabiendo
que el suceso más importante de tu vida estaba en manos de otros.
Él no podría dormir pensando eso. Sabía que ella estaba
bien, que estaba en casa, y eso lo reconfortaba. Ella solo podía suponer que él
estaba igual. Pero quizá estuviera desmembrado. O una bomba lo hubiera
aniquilado. Podrían tomarlo como rehén y torturarlo. Marie nunca sabría
entonces qué había sido de él. Se quedaría sentada, suspendida en medio del
tiempo, esperando que regresara cuando él ya nunca volvería a buscarla.
Entonces, comprendió. Su corazón sangró aquella
noche, por él, porque ya no la tenía a ella. Y por ella, que, sin tenerlo a él,
seguiría sufriendo por su destino.
Los siguientes tres años fueron una tortura, pero,
de algún modo, ella siguió siendo su fuerza. Nunca la abandonó. Era su Marie y viviría por ella, tanto si
quería ella como si no. Allí, en medio de la guerra, con sangre por todas
partes y un creciente número de bajas, se prometió que, si sobrevivía a aquella
monstruosidad, llamaría a la puerta de Marie una vez más. Solo por ver su
rostro de nuevo, escuchar su voz. Luego, se marcharía y la dejaría seguir con
su vida (sin él), sabiendo que ya nunca más se preocuparía por si él vivía o
moría. Ya no le reportaría preocupaciones, aliviaría la carga de sus hombros y
la dejaría marchar, como ella había hecho con él al escribir las tristes
palabras de despedida que le habían causado más daño que un millón de bombas
nucleares.
Ahora, tras cinco largos años en una guerra que
odiaba con toda su alma, que le había arrebatado todo lo bueno de su
existencia, estaba quieto delante de su casa, sin atreverse a cumplir la
promesa que se había hecho a sí mismo.
Se había enfrentado a un conflicto bélico y había salido
ileso para contarlo, pero no podía avanzar seis pasos y tocar el timbre para
decir un adiós para siempre. Porque eso conseguiría lo que todas las tropas
enemigas no habían logrado: destruirlo por completo. Dejaría intacto su cuerpo,
pero pulverizaría su alma.
Tragó saliva, inspiró hondo. Miró el papel una
innecesaria vez más. Luego, sonrió.
Sacó el bolígrafo que guardaba en el bolsillo del
pantalón vaquero y escribió por detrás de la dirección una sencilla frase.
Metió el papelito en el buzón, y levantó la señal de que la residente de la
casa tenía correo.
Finalmente, caminó el corto trama hasta que la
puerta le cortó el paso. Levantó la mano y la acercó al timbre, pero se
arrepintió en el último instante y aporreó la puerta, como solía hacer antes.
Antes de que la guerra se la quitara.
Esperó, con el corazón en un puño, hasta que, finalmente,
la puerta se abrió.
Marie lo miraba desde el umbral.
No la había soñado. Seguía teniendo el pelo igual
de moreno, con esos reflejos rubios que atraían la luz del sol cada vez que
paseaban. Sus ojos verdes manzana, que le recordaban a la primavera. Sus
pequeñas pecas, de niña buena. Estaba más delgada y algo más pálida, pero
seguía igual de hermosa que la primera vez que la vio.
Cuánto la había echado de menos, maldita fuera su
suerte.
Ella se quedó quieta, sin decir una sola palabra,
observándolo como si fuera un fantasma en su puerta, que había venido a
atormentarla. Parpadeó un par de veces y dejó de respirar.
-
He vuelto – susurró Sam, intentando que aquel
incómodo momento terminara.
Mientras Marie lo contemplaba como si fuera el
Diablo encarnado, se arrepintió de su decisión. No debería haber vuelto,
obligándola a volver a pasar por aquello. Había sido terriblemente egoísta
condenarla de nuevo a verle, a recordar, solo por disfrutar de su rostro un par
de segundos.
Se sintió culpable. ¿Por qué lo había hecho? ¿Qué
esperaba? Ella ya no lo amaba, aunque para él ella siguiera siendo amor con
todas las letras.
De pronto, justo cuando él iba a darse la vuelta y
marcharse, ella avanzó un paso y le tocó la mejilla. Parecía no creer que, de
verdad, estuviera plantado en su puerta.
-
Eres tú. –
Musitó de pronto. Los ojos se le llenaron de lágrimas, que se derramaron por
sus mejillas, hasta volar hasta el suelo. – Estás… Estás vivo.
Sin previo aviso, Marie se arrojó sobre sus brazos,
apretándolo contra su cuerpo sin dejar de sollozar. Las lágrimas le mojaban la
camisa, pero no le importaba, con tal de poder sentir las curvas de su busto
contra las de su anatomía. Su calor. Oler su aroma, lavanda y especias. Sentir
sus manos en los omóplatos.
Nada era tan maravilloso. Entre sus brazos, había
vuelto a encontrar su hogar.
Su nota, desde el buzón, prometía:
Pase lo que
pase, Marie, yo te querré para siempre.
He hecho a Irene quedarse hasta las tres y media solo para que lo publicara. Espero que merezca la pena.
No he terminado, me falta la otra parte, pero hoy ya es demasiado tarde para pasarme otra hora escribiendo. Lo haré mañana, prometido.
Por ser esta entrada tan especial para mí, tengo dos canciones, la de su inicio, hace mucho tiempo atrás y la que verdaderamente le corresponde:
If it means a lot to you (aun sigo completamente enamorada de sus acordes, del rasgueo de la guitarra, del "Hey, sweetie, I need you here tonight", de sus voces).
Love you 'till the End. (Te querré hasta el fin, pase lo que pase, aunque ya no estemos unidos, aunque nuestros mundos no se complementen.)
Pase lo que pase.
Disculpa,disculpa,hasta las 3 y media no, hasta las 4:00!!.Pero no me importa estar despierta toda una noche o dos o tres porque te recuerdo que te debo,como mínimo,50 minutos de mi vida que puedes usar cómo y cuando quieras.
ResponderEliminarAl final le voy a coger hasta cariño y todo a If it means a lot to you...