10 junio, 2012

Pase lo que pase, yo te querré para siempre.


54 South Lone Street, California, USA.
Observó el papel una vez más, aunque, realmente, no había necesitado echarle ni un solo vistazo. Se sabía la dirección de memoria desde mucho antes de haberla anotado, pero el miedo a olvidarla cuando estaba tan cerca de volver a verla le había llevado a dejarlo todo minuciosamente revisado; no quería dejar margen a un error ínfimo, porque aquel era el momento que llevaba esperando los últimos tres años y medio.
Y la recordaba a ella. Parado frente a su puerta, con el trozo de papel a rayas (arrancado de una libreta, con los márgenes irregulares por haberlo hecho con demasiada prisa) con aquellas palabras escritas con su letra (siempre había sido ilegible, pero, en aquella ocasión, se había esforzado para que la frase fuera clara, que las letras bailaran con gracia sobre el papel), se preguntaba una y otra vez si sus recuerdos se corresponderían con la realidad. Quizá después de tanto tiempo alimentándose únicamente de lo que su memoria le aportaba y sin hechos reales con los que comparar, había acabado idealizándola, como hacían todos los locos enamorados con sus amadas: volverlas más guapas, más simpáticas, con una sonrisa más hermosa. O quizá ella habría cambiado de verdad.
Cinco años era demasiado tiempo. Probablemente, ella lo habría olvidado.
Mientras él se había aferrado a su rostro, a la forma en la que su nombre lo asaltaba en los peores momentos, para lograr sobrevivir, ella habría pasado página, terminado el capítulo, puesto el punto y final a una historia de amor marchita y cerrado el libro titulado con sus nombres.
Entonces, ¿qué hacía allí? Si ya lo sabía, ¿por qué se autoflagelaba parado frente a su buzón, buscando el valor para tocar a la puerta y volver a verla?
No debería querer verla. Nunca más. Debería haberse ido a la otra punta del país, encontrar un trabajo estable y empezar desde cero. Debería haberla olvidado, sacarla de cada una de sus células, marcadas con su nombre, su aroma, el sabor de sus labios y su risa.
Ella lo había dejado. Cerró los ojos cuando el recuerdo llegó, con las oleadas de dolor que siempre lo acompañaban. Una carta, había sido mediante una maldita carta.
Te quiero, Sam, pero no lo soporto más. Nunca, en mi vida, podré amar a nadie como te amo a ti, pero cinco años sin verte es un dolor demasiado grande. Noto tu ausencia cada segundo del día. Soy incapaz de comer, de dormir, de vivir sin ti a mi lado, siempre esperando el momento de encontrarnos. Eres como la droga  a la que soy adicta y que no puedo encontrar en ninguna parte. Entiéndeme, por favor. Entiéndeme.
Pensarás que hay otro. ¿Cómo podría ser eso cierto? Ninguno podría hacerme sentir como tú lo haces. Nadie me abraza, me besa, me toca como tú. Eres el motivo de todas mis risas, estés o no. Mi corazón se terminará de destrozar cuando selle el sobre donde va esta carta y la mande al buzón y nadie podrá recomponerlo de nuevo, porque sus fragmentos solo te pertenecen a ti.
Entiéndeme, te suplico una vez más. Porque, si murieras en esa maldita guerra mientras yo estoy aquí intentando sobrevivir con la esperanza de que regreses algún día, creo que se me colapsaría el cuerpo y entraría en paro cardíaco o en coma. Hay cosas que una persona no puede afrontar y… tu muerte es la única que existe para mí. Perdóname por esto, por la despedida más dura que jamás he llevado a cabo. Te querré para siempre, aunque nuestros destinos ya no sean uno”.
Había leído la carta tantas veces, que podría citar cada una de sus comas. Había manchado el papel de sus lágrimas, que, juntos con las que ya había añadido ella al escribir aquel adiós, habían llenado la totalidad de la hoja.
El Ejército había sido su peor decisión, un error tomado en su ingenua juventud que había condenado su futuro por completo. Con dieciocho, había pensado que la mejor elección que podía hacer por su país era participar en una lucha que, en realidad, nunca había sido suya.
Y, cuando con veintiún años, tras un año y medio de relación con Marie, le habían mandado una notificación informándole de su inmediata partida hacia Irak para ayudar en la resolución de un conflicto bélico, ya se había arrepentido más que suficiente de haber sido tan imbécil.  Pero era demasiado tarde y solo pudo coger el avión para alejarse de la única persona por la que estaba dispuesto a morir y no por un ridículo conflicto entre dos ideologías, que en el fondo eran hermanas.
Marie había aguantado dos años. Hablaban por teléfono de vez en cuando, cuando era posible, y se mandaban cientos de cartas. Él le escribía todos los días, antes de dormir, porque así se aseguraba de mantenerla en su mente un día más. Ella era su fuerza, la que lo impulsaba a sobrevivir entre el estallido de las bombas, la muerte sus compañeros y el asesinato de cientos de inocentes que no tenían la culpa de que la política fuera una mierda sinsentido. Por ella, se había obligado a agarrar el arma con fuerza y matar antes de que una bala de su enemigo le perforara la arteria aorta.
Y, entonces, Marie se había rendido.
Al principio, la primera vez que leyó la carta, no había entendido qué quería decir. Su cerebro no podía captar el mensaje, porque aquello no era real. No lo era, y punto.
Luego, lo invadió la furia. Arrugó la carta y la tiró contra la pared con todas sus fuerzas. Cerró la mano en un puño, con los nudillos blancos, y la estrelló contra la pared una, dos, tres veces, hasta que la sangre le empapó los dedos y se extendió por su muñeca.
Ella lo había dejado. Ella, que estaba a salvo en casa, sin poner su vida en peligro cada minuto, que no podía ser víctima de un ataque sorpresa y morir en mitad de la noche. ¿¡Ella no lo soportaba?! Él era el que se estaba jugando el cuello, el que tenía que lidiar con el maldito estrés de la eterna cercanía de la muerte.
Cuando la rabia pasó, se convirtió en agonía. Se tiró al suelo, con las manos en la cabeza y las lágrimas desbordadas. Lloró por él durante mucho rato. Y, luego, por ella, cuando al fin lo comprendió.
Cuando se puso en su lugar, con el sentimiento constante de saber que la vida de la persona que más amabas podía acabar mientras tú dormías o hacías la compra y que no te enterarías hasta que fuera demasiado tarde. Y que no podrías hacer nada por remediarlo, por mucho que desearías ser tú el que muriera en su lugar. La terrible impotencia que sentiría, sabiendo que el suceso más importante de tu vida estaba en manos de otros.
Él no podría dormir pensando eso. Sabía que ella estaba bien, que estaba en casa, y eso lo reconfortaba. Ella solo podía suponer que él estaba igual. Pero quizá estuviera desmembrado. O una bomba lo hubiera aniquilado. Podrían tomarlo como rehén y torturarlo. Marie nunca sabría entonces qué había sido de él. Se quedaría sentada, suspendida en medio del tiempo, esperando que regresara cuando él ya nunca volvería a buscarla.
Entonces, comprendió. Su corazón sangró aquella noche, por él, porque ya no la tenía a ella. Y por ella, que, sin tenerlo a él, seguiría sufriendo por su destino.
Los siguientes tres años fueron una tortura, pero, de algún modo, ella siguió siendo su fuerza. Nunca la abandonó. Era su Marie y viviría por ella, tanto si quería ella como si no. Allí, en medio de la guerra, con sangre por todas partes y un creciente número de bajas, se prometió que, si sobrevivía a aquella monstruosidad, llamaría a la puerta de Marie una vez más. Solo por ver su rostro de nuevo, escuchar su voz. Luego, se marcharía y la dejaría seguir con su vida (sin él), sabiendo que ya nunca más se preocuparía por si él vivía o moría. Ya no le reportaría preocupaciones, aliviaría la carga de sus hombros y la dejaría marchar, como ella había hecho con él al escribir las tristes palabras de despedida que le habían causado más daño que un millón de bombas nucleares.
Ahora, tras cinco largos años en una guerra que odiaba con toda su alma, que le había arrebatado todo lo bueno de su existencia, estaba quieto delante de su casa, sin atreverse a cumplir la promesa que se había hecho a sí mismo.
Se había enfrentado a un conflicto bélico y había salido ileso para contarlo, pero no podía avanzar seis pasos y tocar el timbre para decir un adiós para siempre. Porque eso conseguiría lo que todas las tropas enemigas no habían logrado: destruirlo por completo. Dejaría intacto su cuerpo, pero pulverizaría su alma.
Tragó saliva, inspiró hondo. Miró el papel una innecesaria vez más. Luego, sonrió.
Sacó el bolígrafo que guardaba en el bolsillo del pantalón vaquero y escribió por detrás de la dirección una sencilla frase. Metió el papelito en el buzón, y levantó la señal de que la residente de la casa tenía correo.
Finalmente, caminó el corto trama hasta que la puerta le cortó el paso. Levantó la mano y la acercó al timbre, pero se arrepintió en el último instante y aporreó la puerta, como solía hacer antes.
Antes de que la guerra se la quitara.
Esperó, con el corazón en un puño, hasta que, finalmente, la puerta se abrió.
Marie lo miraba desde el umbral.
No la había soñado. Seguía teniendo el pelo igual de moreno, con esos reflejos rubios que atraían la luz del sol cada vez que paseaban. Sus ojos verdes manzana, que le recordaban a la primavera. Sus pequeñas pecas, de niña buena. Estaba más delgada y algo más pálida, pero seguía igual de hermosa que la primera vez que la vio.
Cuánto la había echado de menos, maldita fuera su suerte.
Ella se quedó quieta, sin decir una sola palabra, observándolo como si fuera un fantasma en su puerta, que había venido a atormentarla. Parpadeó un par de veces y dejó de respirar.
-          He vuelto – susurró Sam, intentando que aquel incómodo momento terminara.
Mientras Marie lo contemplaba como si fuera el Diablo encarnado, se arrepintió de su decisión. No debería haber vuelto, obligándola a volver a pasar por aquello. Había sido terriblemente egoísta condenarla de nuevo a verle, a recordar, solo por disfrutar de su rostro un par de segundos.
Se sintió culpable. ¿Por qué lo había hecho? ¿Qué esperaba? Ella ya no lo amaba, aunque para él ella siguiera siendo amor con todas las letras.
De pronto, justo cuando él iba a darse la vuelta y marcharse, ella avanzó un paso y le tocó la mejilla. Parecía no creer que, de verdad, estuviera plantado en su puerta.
-          Eres tú.  – Musitó de pronto. Los ojos se le llenaron de lágrimas, que se derramaron por sus mejillas, hasta volar hasta el suelo. – Estás… Estás vivo.
Sin previo aviso, Marie se arrojó sobre sus brazos, apretándolo contra su cuerpo sin dejar de sollozar. Las lágrimas le mojaban la camisa, pero no le importaba, con tal de poder sentir las curvas de su busto contra las de su anatomía. Su calor. Oler su aroma, lavanda y especias. Sentir sus manos en los omóplatos.
Nada era tan maravilloso. Entre sus brazos, había vuelto a encontrar su hogar.

Su nota, desde el buzón, prometía:
Pase lo que pase, Marie, yo te querré para siempre.

He hecho a Irene quedarse hasta las tres y media solo para que lo publicara. Espero que merezca la pena.
No he terminado, me falta la otra parte, pero hoy ya es demasiado tarde para pasarme otra hora escribiendo. Lo haré mañana, prometido.
Por ser esta entrada tan especial para mí, tengo dos canciones, la de su inicio, hace mucho tiempo atrás y la que verdaderamente le corresponde:
If it means a lot to you (aun sigo completamente enamorada de sus acordes, del rasgueo de la guitarra, del "Hey, sweetie, I need you here tonight", de sus voces).
Love you 'till the End. (Te querré hasta el fin, pase lo que pase, aunque ya no estemos unidos, aunque nuestros mundos no se complementen.)
Pase lo que pase.

1 comentario:

  1. Disculpa,disculpa,hasta las 3 y media no, hasta las 4:00!!.Pero no me importa estar despierta toda una noche o dos o tres porque te recuerdo que te debo,como mínimo,50 minutos de mi vida que puedes usar cómo y cuando quieras.

    Al final le voy a coger hasta cariño y todo a If it means a lot to you...

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