Verano de 1968
Teníamos un árbol. Otras personas tienen un
edificio abandonado, un descampado, un trozo de bosque. Un banco. O quizá,
incluso una fuente. Nosotros, un árbol, donde pasábamos las tardes o las
mañanas de monótono aburrimiento.
No íbamos todos los días, claro. James acababa de
cumplir los dieciocho y a mí me quedaban unos cuantos meses para seguirlo, así
que dos hombres como nosotros no podíamos quedarnos todo el día, durante la
semana, sentados en un árbol del parque. Pero, de vez en cuando, no estaba mal.
Nos sentábamos en una de las ramas bajas, donde ya
empezaban a abundar las hojas, que nos cubrían en cierta medida, lo que nos
permitía observar a los viandantes sin que ellos repararan en nuestra
presencia.
No solíamos hacer nada en particular, solo observar
el ir y venir de la gente, las conversaciones corteses de siempre, las frases formuladas
hasta la saciedad (¡buenos días!, ¿cómo está usted?) y hablar cuando se nos
ocurría un tema. Pero, ¿qué más necesitábamos?
Sinceramente, aquella tarde no tenía nada de
especial. Era un aburrido día más entre la rutina de una vida. Pero, como
siempre, hubo un cambio inesperado. No había nada que lo vaticinase y, de
pronto, estaba ahí, para arrasar con todo lo que James conocía como “normal” y
ponerle el mundo boca abajo. Aunque, claro, él tuvo toda la culpa.
Habíamos salido del taller donde trabajábamos como
aprendices apenas media hora antes. Nos sentamos en nuestro árbol, con las
bolsas del almuerzo, y comimos en silencio, observando, como siempre, a la
gente que iba de un lado para otra, inmersa en el tic-tac del reloj.
Ella salió, literalmente, de la nada. O quizá yo no
me fijé en ella hasta que James no la señaló, por la simple razón de que no
encontré ningún detalle que me llamara la atención.
De pronto, sentí la mano de mi amigo en mi brazo,
dándome repetidos golpecitos con insistencia. Lo miré, sorprendido por esa
reacción. Él, con los ojos desmesuradamente abiertos, me señalaba a una chica
que pasaba en aquel momento por delante de nosotros.
-
¿Ves a esa chica?
Seguí la dirección del dedo. Era una muchacha
normal y corriente, igual que las otras que poblaban el pequeño pueblo en el
que vivíamos. Debía de tener unos diecisiete, quizá dieciocho recién cumplidos.
Tenía el pelo largo, castaño oscuro, recogido en una trenza que le caía por
encima del hombro hasta por debajo del pecho. No vi nada en ella excesivamente especial
o llamativo, aunque, indudablemente, parecía simpática y tenía una sonrisa
bonita.
-
¿Qué pasa con ella? – pregunté, girándome hacia
James.
Él tenía las pupilas dilatadas, mientras seguía el
menudo cuerpo de la joven en dirección a la boutique de la señora Julianna.
Respiraba con dificultad y noté que se le había erizado el vello del antebrazo. Estaba tenso sobre la
rama donde nos sentábamos, como si fuera un depredador a punto de atacar a su
presa saltando desde esa altura.
-
Ella… - susurró James. Entonces, me miró y
sonrío. – Algún día me casaré con esa muchacha.
No pude contener la risa.
-
¿Estás de broma, no? – sentencié, aun sin dejar
de reírme. Pero él se mantuvo serio. -
James, por favor. Ella no está a nuestro alcance.
-
¿Quién lo dice?
-
No sé – lo medité un instante. – El estatus
social, quizá. Ella, claramente, pertenece a una familia adinerada. ¿Has visto
cómo iba vestida? Y tú tienes un trabajo a media jornada como aprendiz en un
taller de carpintería.
-
Miles, te juro, te prometo, que me casaré con
esa chica. Y la amaré durante el resto de mi vida.
-
Ni siquiera sabes su nombre.
-
Lo descubriré. Pronto. – Parecía terriblemente
seguro. Incluso había guardado el bocadillo a medio comer en la bolsa de nuevo
y James nunca dejaba una comida a la mitad.
Lo miré durante un par de segundos más, atónito.
Siempre había considerado a mi amigo una persona práctica y sensata, de esas
que trabajan muchas horas para lograr un salario suficiente a fin de mes y no
aspiran a nada más allá de sus limitaciones.
Pero aquel día, de algún modo, todo cambió. Más
tarde, James descubriría que ella se llamaba Madeleine Tussauds, la menor de
los cinco hijos del abogado del pueblo, y que, efectivamente, estaba fuera de
su alcance.
-
¿Qué tiene de especial? – acabé por preguntarle,
intentando comprenderlo.
-
No estoy seguro – respondió tras pensarlo un
momento. – Sus ojos, creo. Parecía sonreír con la mirada. Su risa. – Se calló
por un instante. - Sé que no tiene
sentido, Miles. De veras que sí. Pero… quizá no tenga explicación. Quizá no
deba tenerla. El amor, al fin y al cabo, es inexplicable, indefinible, ¿no
crees? Pero estoy seguro de que es la persona a la estoy destinado a amar.
-
¿Cómo, James? ¿Cómo estás seguro de que no vas a
cometer el mayor error de tu vida?
-
Porque así es como debe ser. Porque mi corazón
tenía grabado su nombre desde mucho antes de que yo la conociera. Si crees en
las almas gemelas, ella es la mía. Es… como si fuera exactamente la parte que
me falta, la que necesito para estar completo. Y no, no tiene lógica.
Probablemente esté loco. Pero no importa.
-
De acuerdo, James. Si estás tan seguro,
inténtalo con todas tus fuerzas.
Él asintió con convicción con la cabeza y se bajó
de un salto de la rama, olvidando tras de sí el almuerzo sin terminar y su
anterior vida hasta ese instante.
Negué con la cabeza, apesadumbrado.
-
¡Pero no digas que no te lo advertí! – le grité,
mientras se marchaba sin despedirse.
***
James Stacke, efectivamente, aspiró a algo que le
quedaba grande. Y, aun así, del algún modo, Madeleine Tussauds se enamoró de él
con la misma pasión que él de ella.
Nunca lo comprendí.
Quizá mi amigo, finalmente, tuviera razón. Quizá no
había explicación y, simplemente, debía ser así porque era como esta destinado
a ser. Solo sé que nunca vi una pareja más feliz y enamorada en todos los años
que viví.
Pero el amor y la vida no son fáciles. Pareció que
hasta el mismo cielo se opusiera al matrimonio: los padres de ella, los padres
de él. Incluso los míos. El cura se negó a casarlos en secreto.
James jamás se rindió, por mucho que yo intentara
actuar como la voz de la razón con él. Nada servía, las palabras rebotaban en
sus oídos y ni siquiera les prestaba atención. Amaba a Madeleine con tanta
fuerza que, probablemente, hubiera estado dispuesta a ir hasta el mismo
Infierno para hacerla feliz, para verla sonreír una vez más durante cada día
del resto de su vida.
Finalmente, lo consiguió. En el invierno de 1972,
James cumplió su promesa de casarse con la bella muchacha que pasó debajo del
árbol aquella tarde. Y, durante el resto de su vida, cumplió la promesa de
amarla, incluso mucho después de que ella lo abandonara en este mundo y se
marchara para siempre.
Sé que no es una gran cosa, pero hoy las musas están apagadas o fuera de cobertura y esto es lo que he podido sacar en limpio. Lo siento mucho, de veras. A cambio lo compensaré con una canción y un regalo especial, ¿vale? (Perdonadme, anda).
La canción la encontré un poco por casualidad esta noche y, tiene un nosequé especial, que me saca una sonrisa cada vez que la escucho. I won't give up (no me rendiré). Ya de por sí, el título es de esos que te llenan de optimismo y te dan ganas de seguir peleando, aunque pensaras que no te quedan fuerzas.
Y... *redoble* ¡la "sorpresa"! No penséis que es gran cosa, ya me gustaría. Pero espero sacaros al menos una sonrisa (tan enorme como la mía) al abrir el link: Voilá. ¿Es monísimo, sí o sí?
De nuevo, mil perdones. Intentaré subir una mejor mañana, pero tampoco prometo nada. Llamad a las musas para mí.
Qué musas ni qué nada! Apolo estaría muy orgulloso!!!! A mí me ha gustado, y me has sacado una sonrisa!!!
ResponderEliminarAh, y pensaba que iba a terminar mal, pero ya veo que al final no, más te valía.