14 abril, 2012

Quizá no hubiera ninguna explicación ni debiera haberla.


Verano de 1968

Teníamos un árbol. Otras personas tienen un edificio abandonado, un descampado, un trozo de bosque. Un banco. O quizá, incluso una fuente. Nosotros, un árbol, donde pasábamos las tardes o las mañanas de monótono aburrimiento.
No íbamos todos los días, claro. James acababa de cumplir los dieciocho y a mí me quedaban unos cuantos meses para seguirlo, así que dos hombres como nosotros no podíamos quedarnos todo el día, durante la semana, sentados en un árbol del parque. Pero, de vez en cuando, no estaba mal.
Nos sentábamos en una de las ramas bajas, donde ya empezaban a abundar las hojas, que nos cubrían en cierta medida, lo que nos permitía observar a los viandantes sin que ellos repararan en nuestra presencia.
No solíamos hacer nada en particular, solo observar el ir y venir de la gente, las conversaciones corteses de siempre, las frases formuladas hasta la saciedad (¡buenos días!, ¿cómo está usted?) y hablar cuando se nos ocurría un tema. Pero, ¿qué más necesitábamos?
Sinceramente, aquella tarde no tenía nada de especial. Era un aburrido día más entre la rutina de una vida. Pero, como siempre, hubo un cambio inesperado. No había nada que lo vaticinase y, de pronto, estaba ahí, para arrasar con todo lo que James conocía como “normal” y ponerle el mundo boca abajo. Aunque, claro, él tuvo toda la culpa.
Habíamos salido del taller donde trabajábamos como aprendices apenas media hora antes. Nos sentamos en nuestro árbol, con las bolsas del almuerzo, y comimos en silencio, observando, como siempre, a la gente que iba de un lado para otra, inmersa en el tic-tac del reloj.
Ella salió, literalmente, de la nada. O quizá yo no me fijé en ella hasta que James no la señaló, por la simple razón de que no encontré ningún detalle que me llamara la atención.
De pronto, sentí la mano de mi amigo en mi brazo, dándome repetidos golpecitos con insistencia. Lo miré, sorprendido por esa reacción. Él, con los ojos desmesuradamente abiertos, me señalaba a una chica que pasaba en aquel momento por delante de nosotros.
-          ¿Ves a esa chica?
Seguí la dirección del dedo. Era una muchacha normal y corriente, igual que las otras que poblaban el pequeño pueblo en el que vivíamos. Debía de tener unos diecisiete, quizá dieciocho recién cumplidos. Tenía el pelo largo, castaño oscuro, recogido en una trenza que le caía por encima del hombro hasta por debajo del pecho. No vi nada en ella excesivamente especial o llamativo, aunque, indudablemente, parecía simpática y tenía una sonrisa bonita.
-          ¿Qué pasa con ella? – pregunté, girándome hacia James.
Él tenía las pupilas dilatadas, mientras seguía el menudo cuerpo de la joven en dirección a la boutique de la señora Julianna. Respiraba con dificultad y noté que se le había erizado el  vello del antebrazo. Estaba tenso sobre la rama donde nos sentábamos, como si fuera un depredador a punto de atacar a su presa saltando desde esa altura.
-          Ella… - susurró James. Entonces, me miró y sonrío. – Algún día me casaré con esa muchacha.
No pude contener la risa.
-          ¿Estás de broma, no? – sentencié, aun sin dejar de reírme. Pero él se mantuvo serio. -  James, por favor. Ella no está a nuestro alcance.
-          ¿Quién lo dice?
-          No sé – lo medité un instante. – El estatus social, quizá. Ella, claramente, pertenece a una familia adinerada. ¿Has visto cómo iba vestida? Y tú tienes un trabajo a media jornada como aprendiz en un taller de carpintería.
-          Miles, te juro, te prometo, que me casaré con esa chica. Y la amaré durante el resto de mi vida.
-          Ni siquiera sabes su nombre.
-          Lo descubriré. Pronto. – Parecía terriblemente seguro. Incluso había guardado el bocadillo a medio comer en la bolsa de nuevo y James nunca dejaba una comida a la mitad.
Lo miré durante un par de segundos más, atónito. Siempre había considerado a mi amigo una persona práctica y sensata, de esas que trabajan muchas horas para lograr un salario suficiente a fin de mes y no aspiran a nada más allá de sus limitaciones.
Pero aquel día, de algún modo, todo cambió. Más tarde, James descubriría que ella se llamaba Madeleine Tussauds, la menor de los cinco hijos del abogado del pueblo, y que, efectivamente, estaba fuera de su alcance.
-          ¿Qué tiene de especial? – acabé por preguntarle, intentando comprenderlo.
-          No estoy seguro – respondió tras pensarlo un momento. – Sus ojos, creo. Parecía sonreír con la mirada. Su risa. – Se calló por un instante. -  Sé que no tiene sentido, Miles. De veras que sí. Pero… quizá no tenga explicación. Quizá no deba tenerla. El amor, al fin y al cabo, es inexplicable, indefinible, ¿no crees? Pero estoy seguro de que es la persona a la estoy destinado a amar.  
-          ¿Cómo, James? ¿Cómo estás seguro de que no vas a cometer el mayor error de tu vida?
-          Porque así es como debe ser. Porque mi corazón tenía grabado su nombre desde mucho antes de que yo la conociera. Si crees en las almas gemelas, ella es la mía. Es… como si fuera exactamente la parte que me falta, la que necesito para estar completo. Y no, no tiene lógica. Probablemente esté loco. Pero no importa.
-          De acuerdo, James. Si estás tan seguro, inténtalo con todas tus fuerzas.
Él asintió con convicción con la cabeza y se bajó de un salto de la rama, olvidando tras de sí el almuerzo sin terminar y su anterior vida hasta ese instante.
Negué con la cabeza, apesadumbrado.
-          ¡Pero no digas que no te lo advertí! – le grité, mientras se marchaba sin despedirse.

***
James Stacke, efectivamente, aspiró a algo que le quedaba grande. Y, aun así, del algún modo, Madeleine Tussauds se enamoró de él con la misma pasión que él de ella.
Nunca lo comprendí.
Quizá mi amigo, finalmente, tuviera razón. Quizá no había explicación y, simplemente, debía ser así porque era como esta destinado a ser. Solo sé que nunca vi una pareja más feliz y enamorada en todos los años que viví.
Pero el amor y la vida no son fáciles. Pareció que hasta el mismo cielo se opusiera al matrimonio: los padres de ella, los padres de él. Incluso los míos. El cura se negó a casarlos en secreto.
James jamás se rindió, por mucho que yo intentara actuar como la voz de la razón con él. Nada servía, las palabras rebotaban en sus oídos y ni siquiera les prestaba atención. Amaba a Madeleine con tanta fuerza que, probablemente, hubiera estado dispuesta a ir hasta el mismo Infierno para hacerla feliz, para verla sonreír una vez más durante cada día del resto de su vida.
Finalmente, lo consiguió. En el invierno de 1972, James cumplió su promesa de casarse con la bella muchacha que pasó debajo del árbol aquella tarde. Y, durante el resto de su vida, cumplió la promesa de amarla, incluso mucho después de que ella lo abandonara en este mundo y se marchara para siempre.


Sé que no es una gran cosa, pero hoy las musas están apagadas o fuera de cobertura y esto es lo que he podido sacar en limpio. Lo siento mucho, de veras. A cambio lo compensaré con una canción y un regalo especial, ¿vale? (Perdonadme, anda).
La canción la encontré un poco por casualidad esta noche y, tiene un nosequé especial, que me saca una sonrisa cada vez que la escucho. I won't give up (no me rendiré). Ya de por sí, el título es de esos que te llenan de optimismo y te dan ganas de seguir peleando, aunque pensaras que no te quedan fuerzas. 
Y... *redoble* ¡la "sorpresa"! No penséis que es gran cosa, ya me gustaría. Pero espero sacaros al menos una sonrisa (tan enorme como la mía) al abrir el link: Voilá. ¿Es monísimo, sí o sí?
De nuevo, mil perdones. Intentaré subir una mejor mañana, pero tampoco prometo nada. Llamad a las musas para mí. 

1 comentario:

  1. Qué musas ni qué nada! Apolo estaría muy orgulloso!!!! A mí me ha gustado, y me has sacado una sonrisa!!!
    Ah, y pensaba que iba a terminar mal, pero ya veo que al final no, más te valía.

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