21 abril, 2012

Condenados a amar.


Me senté a su lado en el pasillo que conducía a nuestras habitaciones, separadas por un par de centímetros, pero que parecían ser kilómetros y kilómetros de territorio árido, yermo e intransitable.
Ella no me miró, nunca lo hacía. Pero me hizo saber que sabía que estaba allí apoyando su cabeza sobre mis hombres, mientras su largo cabello caoba me hacía cosquillas en las mejillas y en la parte superior del brazo.
-          ¿Estás bien? – me atreví a preguntarlo, aunque ambos sabíamos la respuesta. Ya nunca estaría bien de nuevo, al menos en bastante tiempo.
Ella no respondió, aunque, en realidad, no era necesaria una respuesta. Cerré los ojos, luchando contra la furia y la impotencia que me impelían a gritar, por su dolor y por el mío. Aun sabiendo que yo no habría podido evitar aquel maldito y trágico accidente, me sentía inútil por tampoco ser capaz de consolarla.
Cerré las manos en puños, tratando de contener la rabia para no destrozar las paredes y mis manos a puñetazos, para no derramar más sangre innecesaria. Pero nada de aquello lograba controlar la tempestad que se había desatado en mi cuerpo. Ni siquiera las lágrimas acudieron en mi auxilio aquella noche, con la lluvia tropezando con las planchas del techo sobre nuestras cabezas. Y permanecimos allí, en el pasillo, demasiado cansados de vivir sin apenas haber empezado a hacerlo, destrozados, vueltos del revés y perdidos.
De pronto, sentí su mano sobre la mía, que seguía firmemente cerrada, con los nudillos crispados. Me obligó a abrirla y entrelazó nuestros dedos, en un sencillo gesto de apoyo que consiguió aligerar la carga de mi corazón. Ella no me necesitaba a mí tanto como yo a ella, después de todo. Aunque yo fingiera ser el duro, al que no le afectaba nada, ella era la que realmente era fuerte, la que era capaz de permanecer completamente quieta mientras el huracán luchaba en su contra para mandarla volando al abismo.
-          Quizá en un universo paralelo a este – susurró muy bajito, seguramente para evitar que le temblara la voz – amar a alguien no duele. Pero aquí y ahora, estamos condenados.
No fui capaz de articular una respuesta. Me quedé callado, con la vista clavada en una de las grietas de las gruesas paredes de cemente. Y maldije.
Maldije al destino, por ir siempre en nuestra contra. Maldije a Dios, por no hacer nada por remediar todo este sufrimiento. Maldije a la humanidad, por llevar la tremenda lastra de tantos defectos. Maldije al amor, por condenarnos al dolor. Y maldije al maldito tornado que se llevó la vida de nuestro padre, dejándonos a ella y a mí solos en aquel maldito orfanato sin ninguna razón para seguir respirando. Excepto, quizá, el amor.

Corto, predecible y aburrido. Lo sé, lo sé. Lo siento, pero como siempre, las musas van y vienen. Y ni siquiera tengo una buena canción para compensarlo, así que dejaré que mi humillación quede aquí, indeleble. 
Espero que al menos os haya gustado lo mínimo para volver de nuevo a visitarme, estrellas fugaces.

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