08 abril, 2012

Ella siempre había sido mi punto débil.


Cada detalle era tal y como yo había supuesto. Las paredes totalmente blancas, impolutas. El ligero olor a desinfectante. La falta total de adornos superfluos. Los rostros pálidos a mi alrededor. Y, sobre todo, aquel silencio, que parecía filtrarse en mis venas, trayendo consigo la promesa de tragedias y tristezas, de devorarme los órganos uno a uno y dejar mi cerebro para el final. Una persona podía enloquecer entre las cuatro paredes inmaculadas y el techo alto de la habitación.
Cerré los ojos con fuerza, aun parado en la entrada, y me obligué a concentrarme en ella. Solo su recuerdo me daría la suficiente fuerza para seguir avanzando, mi deseo de volver a ver sus tristes ojos castaños, de asegurarme de que todo iba bien. Aunque sabía que, de ningún modo, las cosas podían ir bien.
Avancé lentamente. No pude evitar fijar la vista en el hombre que susurraba en la mecedora del fondo, sin apartar sus ojos del suelo vacío como si hubiera encontrado el mayor de los tesoros. Forcé a mis ojos a cambiar de dirección. La anciana del fondo observaba a través de una ventana, mientras las lágrimas rodaban incesantemente por sus mejillas, plegadas por la edad en una miríada de arrugas. Parecía terriblemente angustiada, conteniendo en su mirada todo el dolor de su vejez.
Clavé la vista en el suelo, intentando contener las ganas de gritar que se habían instalado en mi garganta. ¿Cómo podía permitir que ella continuara allí, en aquel sitio, con aquellas personas?
-          Buenos días – susurré con voz queda al llegar al mostrador.  – Estoy buscando la habitación de…  Samantha, Samantha James – miré a la enfermera que se ocultaba detrás de la barra, que había dejado el bolígrafo encima de los papeles en los que había estado concentrada hasta esos instantes.
Ella me devolvió la mirada y pude ver en sus pupilas un leve rastro de compasión, de pena. Supuse lo que estaba viendo en mí, allí, con las manos ancladas en los bolsillos del pantalón, con una sudadera dos tallas grandes e incapaz de dejar de mover los pies, mientras clavaba la vista en cualquier parte menos en los enfermos que nos rodeaban. Vería a un chico de diecisiete años, asustado, que intenta sacar fuerzas de flaqueza para visitar a alguien que perdió la razón, alguien que ahora estaba internado en aquel psiquiátrico.
A mí no me importaba lo que ella pensaba, claro. Ya no. Solo quería que me señalara con el dedo, sin musitar una palabra (para no percibir en su voz la misma compasión que podía notar en sus ojos, que era como una puñalada directa al corazón) donde estaba encerrada ella. Y, luego, el resto del mundo podía irse a la mierda. O lo que fuera.
-          Habitación 23. La quinta puerta de la izquierda, por ese pasillo. – Me señaló uno de los seis que salían de la recepción, sin apartar los ojos de mi cara.
Asentí bruscamente con la cabeza y me alejé de su mirada, que me hacía sentir incómodo. Busqué la habitación. Me quedé parado frente a la puerta, con el pulso atronándome en los oídos ante la idea de volver a verla y con el estómago contraído del miedo al pensar que podía odiarme. No sabía qué pensaría ella, cómo actuaría cuando cruzara la puerta de su habitación, en el psiquiátrico. La duda, esa incógnita, era la que me estaba matando, la única que me hacía realmente daño.
Ella siempre había sido mi punto débil y ambos lo sabíamos.
-          Sam – susurré con un hilo de voz. Apoyé la mano en la puerta, igual de blanca que todo mi alrededor, y suspiré. Cerré los ojos y agaché la cabeza, en una silenciosa plegaria. Aunque nunca hubiera creído en Dios.
Tres minutos más tarde reuní el coraje suficiente para dar dos suaves golpes en la puerta. Mi corazón comenzó una carrera desenfrenada para matarme. Me aterré. Me dieron ganas de chillar y, luego, de llorar. Se me detuvo la respiración, se aceleró al máximo y se volvió a colapsar otra vez en mis pulmones. Quise salir corriendo un instante, para después estar completamente seguro de querer tirar la puerta abajo y entrar dijera ella lo que dijera y, finalmente, me quedé completamente quieto en los quince segundos que tardó en abrir. Los quince segundos más largos que puedo recordar, la eternidad en la que estuve a punto de desplomarme.
Levanté la vista del suelo nada más oír como la puerta chirriaba al abrirse y todos mis músculos se detuvieron en el mismo instante en que mis ojos se encontraron con sus iris marrón otoño. Los dos nos miramos, intentando reconocernos el uno al otro. Seguía teniendo los ojos tan tristes como siempre, por supuesto. Tenía el pelo un poco más largo, quizá cinco centímetros, pero no había aumentado ni un milímetro de altura. La notaba un poco más delgada. Pero seguía siendo ella, seguía siendo Sam. Y, cuando me sonrió al fin, sentí que volvía a estar en casa después de los últimos meses de soledad.
-          Has… has venido.
-          Te lo prometí, Sam – le dije con voz queda. Extendí la mano, pero me detuve en el último segundo antes de entrelazar mis dedos con los suyos.
Ella lo hizo por mí. Agarró mi mano con firmeza y me empujó al interior de la habitación, tan impersonal y vacía como el resto de estancias del hospital.
Me sentó en la cama y ella se quedó de pie frente a mí. De ese modo, quedábamos a la misma altura. Sonreí al recordar la forma en la que ella siempre me reprochaba ser demasiado alto, un gigante, decía siempre.
No despegué mis ojos de los suyos mientras ella me reconocía. Me acarició la cara con sus suaves manos, siguiendo el contorno de mi rostro, deteniéndose un segundo en la barbilla. Rozó mis labios, palpó mis mejillas, siguió la línea de mis cejas, se quedó en mis orejas. Luego, entrelazó las manos detrás de mi cuello y me abrazó con todas sus fuerzas, intentando aplastarme la caja torácica.
-          Has venido -  volvió a susurrar, sus palabras impregnadas de emoción contenida.
-          Por supuesto, Sam. Tenía que venir a por ti. – La abracé a mi vez, apretándola contra mi pecho en un intento por que se quedara para siempre a mi lado. Pero sabía que, por mucho que lo intentara, ella volvería a escapárseme entre los dedos.
-          Lo siento mucho, Nate. Lo siento muchísimo.
-          Shh – musité. – No te disculpes. Lo solucionaremos, te prometo que lo solucionaremos.
Estuvimos abrazados cinco minutos más. Después, ella se separó de mí y se tumbó en la cama, empujándome con suavidad para que yo también lo hiciera. Unimos nuestras manos y  ella posó su cabeza en mi hombro. Y así, hablamos. Hablamos durante horas. Le conté las novedades del instituto, la última discusión entre mis padres, la mudanza de mi hermana, mis últimas hazañas con mis amigos. Ella me narró su vida en el psiquiátrico, me juró que debía estar allí y me explicó, entre susurros bajos, contándome un secreto, porqué había intentado suicidarse.
Lloró mientras me lo contaba. Yo contuve las lágrimas, pero no pude evitar que algo se me rompiera por dentro al escuchar su voz desesperada, hecha añicos; al imaginarla en su habitación, con la música lo suficientemente alta para acallar su corazón enloquecido, tomándose el bote completo de barbitúricos.
Me estaba muriendo por no poder ayudarla, por ser incapaz de darle la mano y sacarla del profundo pozo donde había caído. Cuando la conocí, ya estaba hundida en él. Había intentado hacerla regresar con todos los métodos que se me ocurrieron, pero nunca conseguí borrar la tristeza de sus iris marrón otoño.  Y, ahora, ambos pagábamos las consecuencias de su pasado.
-          ¿Cuánto tiempo estarás aquí? – me atreví a preguntarle finalmente.
-          No lo sé. Estoy un poco mejor, pero aun no me siento preparada para regresar. Y… Nate, no quiero volver a casa. No quiero. Ir allí solo hará que vuelva a hundirme, que intente morir de nuevo. Y no quiero.
-          No dejaré que vuelvas allí, Sam. No mientras tu padre no se marche sin un billete de vuelta. – Se me endureció la voz al hablar del capullo que le había destrozado la vida. Ella se encogió al notarlo.
-          No tengo ningún otro sitio a donde ir. – Replicó en un susurro, buscando protección en mi omoplato.
-          Le diré a mis padres que te dejen quedarte. Ahora hay una habitación de sobra. O puedes quedarte en la mía, qué más da. Y si no nos dejan, nos iremos. ¿Qué nos retiene aquí? Me han dicho que Canadá es precioso.
-          No tenemos dinero.
-          Saldremos de esta, Sam. Buscaré la manera.
Ella asintió lentamente y apretó un poco más su cuerpo contra el mío. Cerré los ojos, a punto de explotar de felicidad por volver a tenerla tumbada en la cama a mi lado, aunque fuera en la cama dura y fría de un psiquiátrico. Aunque hubiera intentado parar su corazón, aunque mis padres me hubieran prohibido volver a verla. En aquel momento, sintiendo las curvas de su cuerpo buscando mi calor corporal, nada de eso importaba. Solo ella y yo.
-          Te echo de menos, Sam.
La miré de reojo, para contemplar una vez más sus rasgos. En aquel instante, sonreía. Una sonrisa tímida, que apenas afloraba en sus comisuras.
-          ¿Sabes, Nate? Yo también me echo de menos.

 He regresado. Tuve un millar de ideas durante el viaje, pero algunas (bastantes) salieron desperdigadas por Francia. Intentaré encontrarlas y, si aparecen en mi almohada de casualidad, prometo que las traeré hasta aquí. 
Y, por cierto, buenos días.

1 comentario:

  1. ¡Qué mala eres! Explicaste muy poco de Sam, no es justo, yo quería saber más sobre ella. No se si serán cosas mías, pero puede tener continuación o algo,¿no? o///o
    Desirée,no me cansaré nunca de decirte que no me has desilusionado con esta historia ni con ninguna,creo. Admito que las primeras líneas se me estancaron, pero luego me enganché totalmente.
    Me gustó.
    PD.Más te vale a tí y a tu almohada que las ideas vuelvan.

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