Solíamos escaparnos. Al principio fueron una noche
o dos a la semana, pero acabó siendo la mayor parte de los días.
En mi caso, era en sentido metafórico. Los
diecisiete años eran una edad bastante dura. Tienes ganas de cambiar el mundo,
de comértelo, pero no tienes un puto duro para hacerlo y sigues viviendo en la
casa de tus padres, que se empeñan en tratarte como si fueras un niño. Tienes
un millón de sueños, pero ni siquiera sabes cómo llevarlos a cabo. Y tus padres
no dejan de repetirte las cosas que deberías hacer y no haces, las cosas que no
deberías hacer y haces. Tus profesores no paran de hablar de tus notas, una y
otra vez con la misma cantinela de podrías
mejorar, tienes capacidad, ¿por qué no lo intentas? Solo oyes reprimendas,
consejos que prefieres ignorar. Acabas con los nudillos blancos de tantos
apretarlos y la garganta dolorida de contener las ganas de gritarles y
mandarlos a todos a la mierda. Yo escapaba de la sensación de asfixia en el
pecho, de las lágrimas de frustración, de los exámenes suspensos, de la mirada
de reproche de mi padre durante las cenas familiares, con ese archiconocido
tenso silencio como telón de fondo; escapaba de la llamada que mi madre
utilizaba como excusa para huir de la mesa, de la sangre en mis manos por
golpear la pared una y otra vez con la rabia estallando en el pecho; de la
música alta para evitar escuchar nada más, ni siquiera mis pensamientos. Escapaba
de las cuatro paredes de mi habitación, que parecían una prisión para mis
sueños, saltando por la ventana y encontrándome con Charlie en el descampado
tres manzanas más allá de mi casa.
Él escapaba de una forma más real. Huía del
ambiente viciado de su casa. Aparentemente, era el clásico chico perfecto.
Notas excepcionales, un planificado futuro brillante, sobresaliente en los
deportes de equipo y un físico de ligón que te hacía querer partirle la nariz
solo por envidia. Pero, como en la mayoría de los casos, la realidad te daba un
golpe en la cara cuando profundizabas un poco en ella.
El padre de Charlie bebía. Mucho, todos los días.
Y, cuando al fin tenía suficiente alcohol en las venas para perder la
conciencia de una vida que odiaba, pagaba su tristeza, su decepción consigo
mismo, golpeando a su mujer. Charlie escapaba de los gritos de su madre, de la
rabia de su padre, del hedor a vodka barato, de las amenazas, de los llantos de
su hermana pequeña, de sus peleas con su padre. Y, sobre todo, escapaba del
momento de después, de la mañana siguiente, cuando su padre se despertaba con
cara de remordimiento, preparaba el desayuno y ella se lo perdonaba todo.
Charlie le había dicho muchas veces ¿cómo
es posible que lo consientas? ¿Por qué? Ella se encogía de hombros y
desviaba la mirada, lo que lo hacía enfurecer, sentirse impotente.
-
No es un mal hombre, tu padre. Simplemente, lo
está pasando mal. No tiene la culpa. Tienes que entenderlo – solía decir su
madre.
Charlie siempre me decía que no lo entendía. Yo tampoco.
Quizá era que su madre se había acostumbrado a ello y ya le parecía algo
corriente, que ni siquiera se planteaba buscarle una solución porque no creía
que fuera un problema.
Nuestras situaciones personales nos llevaron a
escaparnos cada noche, justo cuando el reloj daba las doce. Empezábamos el
nuevo día en el descampado, tumbados sobre la maleza que crecía en aquel lugar
del que nadie se preocupaba. Mirábamos las estrellas y soñábamos con el día en
el que escaparíamos de verdad; cogeríamos un autobús, el metro o, si la suerte
nos sonreía, un avión, y recorreríamos todos los kilómetros posibles para
alejarnos de aquel pueblo, sin volver la vista atrás.
A veces, dejábamos nuestras esperanzas aparte y
hablamos de otros temas. En muchas ocasiones, solo de boberías. Del programa
del día anterior por la noche, de la chica más guapa del instituto, del último
chismorreo de la cafetería. En otras ocasiones, profundizábamos en nuestras
almas, charlando de temas más complejos.
Yo había empezado a fumar. Un cigarrillo o dos cada
noche, que le robaba a mi padre sin que se diese cuenta. Cuando la situación me
superaba, el número de pitillos se duplicaba. Una vez llegó a triplicarse,
después de una discusión especialmente fuerte antes de salir de casa.
Charlie no fumaba. Tampoco bebía. Probablemente,
porque veía en lo que esas drogas legales convertían a su padre y le asqueaban
de tal modo que no le gustaba ni verlas, pero nunca hablamos de ello.
Simplemente, él negaba mi proposición de dar una calada y yo no insistía.
Nuestra
amistad era sencilla. Nos necesitábamos el uno al otro para hablar,
desahogarnos, soltar toda la mierda que nos corroía por dentro sin ser
juzgados, sin ser objeto de compasión. No queríamos compasión. Solo un par de
horas cada noche para liberarnos del peso que nos oprimía los pulmones y
empezar la mañana respirando plenamente.
Aquel día no fue realmente nada especial, pero la
pregunta me rondaba la mente y no pude evitar hacérsela a Charlie.
-
¿Tienes miedo de la muerte?
Lo solté de improviso, en medio de un silencio en
el que se apreciaba el canto de los grillos.
Charlie frunció el ceño, se quedó un segundo
embelesado observando cómo dejaba salir el humo lentamente de los labios
entreabiertos y luego, me miró con tranquilidad.
-
¿Por qué lo preguntas?
Me encogí de hombros, un gesto de fingida
indiferencia.
-
Hoy he visto en el telediario una noticia de una
chica que se había suicidado. Tenía veintitrés años, estudiaba derecho. Supongo
que ella no le tenía miedo a la muerte, pero… No sé cómo es posible, porque a
mí me aterra.
Charlie se quedó callado bastante tiempo. Oía el
sonido de su respiración mientras yo le daba largas caladas al cigarrillo,
saboreando la nicotina que me proporcionaba una falsa sensación de relajación. En
cierto modo, yo también me estaba suicidando, como la chica de las noticias,
solo que lo hacía a largo plazo y de un modo algo más placentero.
Apagué el cigarrillo aplastándolo contra un trozo
de tierra sin hierba. Expulsé la última bocanada de humo, que se espesó en una
nube sobre nosotros y se marchó empujada por la brisa nocturna.
Entonces, Charlie contestó.
-
No estoy seguro. ¿Tengo miedo a la muerte? –
Dudó un segundo más. – Supongo que sí.
Pero, por otro lado, no tengo miedo a estar muerto.
-
¿A qué te refieres?
-
Tengo miedo a que llegue el momento de mi
muerte, sin duda. A dejar de vivir, ¿entiendes? Porque, independientemente de
cuándo muera, estoy seguro de que dejaré cosas a medias. Sitios que visitar,
películas que ver, libros por leer, gente que conocer, mujeres de las que
enamorarme. O volver a enamorarme de la misma día tras día, espero. ¿Qué si me
gustaría vivir para siempre? Ahora mismo, mi respuesta es un rotundo sí, pero
quizá llega un momento en el que me aburra de la vida y prefiera descansar en
paz.
>> A lo que
me refiero cuando digo que no me da miedo estar muerto es a que, una vez
terminada mi vida, ya no habrá más preocupaciones. No sentiré dolor, pena,
tristeza. Estaré en un permanente estado de tranquilidad absoluta, perdido en
la nada. Es cierto también que no sentiré felicidad, pero eso es inevitable.
Ese estado no me da miedo. Lo que me aterra es dejar la vida cuando todavía no
he empezado a vivirla, con tantos sueños por cumplir, miles de ilusiones. Aun
no me he enamorado, no me he licenciado en una carrera que me apasione y con la
que no encontraré trabajo, no he viajado solo con una mochila y un puñado de
dólares. Así que, ahora mismo, tengo miedo atroz de la muerte. – Sonrió, para
un instante después suspirar. – Me he ido por las ramas, lo siento.
Negué
con la cabeza para decirle que no me importaba su divagación, reflexionando
sobre todo lo que me había dicho. Y no pude sino admirar a Charlie, porque, a
pesar de todo lo malo de su vida, de su familia, del modo en el que los demás
se empeñaban a decirle qué hacer y cuándo, tenía una enorme pasión por la vida.
Lo había percibido en la forma en la que describía sus esperanzas de futuro, en
la que se aferraba a controlar su destino y a hacer lo que quería sin
importarle los demás.
Me
perdí observando el firmamento estrellado. No recuerdo muchas de las noches que
pasé fumando pitillos robados en el descampado, pero aquella en especial sigue
nítida en mi mente. Porque fue el día en el que decidí que yo también lucharía
por mi destino, que no dejaría que nadie decidiera mi vida. Fue el día en el
que dejé a suicidarme a base de nicotina, el día en el que empecé a estudiar.
El día en que dejé de escapar de la realidad para enfrentarme a ella. El día en
el que me convertí en un hombre y dejé de ser un niño, arrullado por las
palabras de Charlie.
No puede haber quejas, ¡dos entradas casi seguidas! Pero las ideas ya han volado de nuevo, se han derretido con el calor del verano, así que no sé cuándo volveré a tener una que merezca la pena escribir.
Hoy no tengo canción, aun tengo la misma de anteayer en la cabeza, así que...
p.D. Irene, ¡te echo de menos! ¡Vuelve, vuelve!
Fue leer el título y enamorarme <3
ResponderEliminarY no hay quejas,eh, ninguna,me ha gustado, ha sido una buena dosis de buena lectura,realidad,esperanza y genialidad...bueno....no sé si es una queja o no, pero se me ha hecho muy cortita la entrada.
Aun no he escuchado la canción de la otra entrada,iba a escucharla hoy pero se me quedaron los auriculares y sin ellos no me gusta escuchar música.¡Prometo escucharla!
Pensé que ibas a matar a alguien, como en el de ¿Cuánto dura la inercia de una vida? o no sé si ese era el título pero tú me entiendes
PD. más te vale que las ideas se dejen de volar tanto e_e y volveré,pronto, si el avión no se estrella, no hay algún accidente en el tren o metro o no me da un golpe de calor, etc,etc
No es justo :( quería que mi comentario no saliera Anónimo xD que palurda que soy T.T
ResponderEliminarjoder, que coño pasa? en fin, en fin, lamento petarte con comentarios absurdos, es que el otro día me salió...a ver si en este comentario sale...
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