29 enero, 2012

Un vinilo que encerraba toda la magia de las estaciones. (VI)

   Mientras volvía a casa del trabajo, dediqué un instante a observar el cielo. Era una costumbre que había adoptado con el tiempo y, cada vez que levantaba la vista de la sucia acera urbana para fijarme en la enormidad del techo de la Tierra, la recordaba.
   La veía tras mis párpados con la misma nitidez que si la escena estuviera ocurriendo delante de mis ojos. Cuando la tormenta se acercaba, me invadía el recuerdo de las tardes de lluvia. A veces nos quedábamos en mi casa, viendo películas antiguas y escuchando música pasada de moda en el viejo tocadiscos que, sorprendentemente, mi pequeña Arizia llevaba conservando toda su vida. Me contó que había sido el mejor regalo que le había hecho su padre, cuando apenas tenía ocho años, y que, para ella, la música, la música de verdad, solo se podía oír en vinilo. De cualquier otro modo, su esencia, esa chispa que le confería la magia, desaparecía y se transformaba en la basura comercial que abundaba actualmente. Sonidos que no transmitían nada, denunciaba ella, que eran acordes vacíos que formaban un conjunto agradable al oído, pero muerto para el corazón. Lluvia tenía predilección por Summertime, pero siempre cantada por Ella y Louis, porque decía que sus voces eran el calmante exacto que el alma necesitaba en los días en los que los truenos intentaban ahogar nuestras palabras, que aquellas maravillosos timbres eran los únicos que merecían ser escuchados por encima del sonido de la tormenta. Y yo no podía estar más de acuerdo.
   Bailábamos en nuestro pequeño apartamento, evitando los muebles, hechizados por la melodía de nuestra felicidad. Adoraba verla, con el pelo suelto enmarcándole el rostro, los ojos cerrados en esa expresión de placer tan peculiar y la sonrisa de paz, girando por la habitación como una bailarina experta.
  Otros días salíamos a la calle, aunque la lluvia arreciara con fuerza. Normalmente, ella me lo pedía, porque decía que había que aprovechar aquellos momentos y no verlos a través de la ventana. Cogía el paraguas y la obligaba a mantenerse debajo de él, pegada a mí. A veces lo conseguía. A veces no. Pero, a veces, no puedo negar que me gustaba dejar que se escapara de mis brazos y se pusiera bajo el diluvio. Me miraba, con la felicidad brillando en sus iris color tormenta y la blusa ceñida al cuerpo y parecía que estábamos compartiendo un secreto.
   Cuando hacía sol (algo poco frecuente durante el invierno de nuestra ciudad, una lástima), Sunshine no podía permanecer a cubierto de los rayos. Necesitaba la vitamina D que no podía conseguir encerrada entre las cuatro paredes en las que vivíamos. Íbamos a pasear por las calles transitadas y, de repente, ella me guiaba hasta maravillosos callejones llenos de pequeñas tiendas que nadie parecía conocer, donde estaban escondidos recuerdos en forma de objetos, que sus dueños mimaban con esmero. Sunshine conocía a la mayor parte de los vendedores. Al parecer, había recorrido todos los recovecos de la ciudad y descubierto sus espléndidos misterios antes de que yo la hallara y, ahora, me los enseñaba a mí.
   También estaban esos días en los que era Arizia y, entonces, no seguíamos ningún patrón. A veces nos quedábamos en casa, quizá escuchando la preciosa voz de Fitzgerald o simplemente acurrucados en el sofá. O salíamos a tomar café al centro, en esa pequeña cafetería de estilo británico que me encantaba, con el fuego ardiendo en la chimenea del fondo y la música suave. Podíamos ir a cenar a un restaurante caro o comer algo en casa, sentados en la mesa de la cocina. Pero, hiciéramos lo que hiciéramos, la felicidad nunca me abandonaba; no mientras siguiera ella conmigo.
   Mientras Arizia y yo fuéramos la constante, no me importaban cuales fueran las variables. No me importaba cómo llamarla, dónde estar, qué comer o cuándo dormir, porque lo único que necesitaba como una rutina era su loca pasión por la vida, que le confería un nuevo sentido lleno de color a la mía.
   Ella era la sinfonía de mis sonrisas, un vinilo que encerraba toda la magia de las estaciones.

   La canción de hoy no podía ser otra, por supuesto que no, sería casi una falta de respeto. Debe ser el magnífico Summertime de Ella Fitzgerald y Louis Amstrong. Lástima que no pueda escucharlo en vinilo, pero tendré que conformarme con oír su magia de este modo.
  Es una narraciónde Vic, como es lógico, de sus días con su Arizia. Cuando empecé a escribir, hace algo más de cuarenta minutos, no iba a redactar esto. Tenía otra idea, una que plasmaré más adelante, cuando acabé de formarse en mi mente dispersa. Pero no sé porqué, fue esto lo que se me apareció. Fue la sonrisa de felicidad de Lluvia mientras las gotitas le resbalaban por el rostro y el precioso Summertime de fondo. 
   Espero que, a pesar de haber improvisado el fragmento, esté a la altura. Quizá incluso podrías dejar tu opinión en los comentarios y me sacarías una sonrisa, también. Gracias por los preciosos e irrecuperables minutos que has gastado en leerme y, sinceramente, espero que haya valido la pena, porque esa es mi razón para escribirlo. Que sea algo en lo que valga la pena gastar un par de minutos al día.
Then you'll spread your wings and you'll take the sky.

2 comentarios:

  1. Ahí ahí verbo irregular de inglés spread jajajajajajajajaja
    Me gusta, al menos es feliz, así que por ahora no me han entrado instintos asesinos hacia tu persona.

    ResponderEliminar
  2. Jajajajajanajaja Cómo me conoces, bandida. Y qué poco duran las cosas buenas.
    Gracias :)

    ResponderEliminar